El tipo no se sentó en el sofá, fue depositado; quien sabe cuándo, quien sabe de qué manera. La única fuerza que se adivina en su cuerpo es la del estómago intentando agrandar los agujeros de una camiseta vieja. Signos vitales: un parpadeo por minuto. Los ojos vidriosos y secos reposan fijos sobre la pantalla del televisor. Tiene la mirada perdida y la cabeza levemente ladeada. Viste un pantalón pijama desteñido y abandona los pies dentro de dos ojotas de cuero marrón ajadas y mugrientas. Cada media hora se hurga en la oreja derecha y luego examina la uña. La mujer le habla sin pausa mientras se desplaza de un rincón a otro por toda la casa, acomodando un platito con un mal dibujo del Coliseo, quitándole el polvo a una figura del Mundialito '78. Mientras limpia se queja de los precios que tienen los chinos de la vuelta, de la vecina que es una cualquiera; de los pibes de la vuelta, que son unos atorrantes; del perro de José, y de por qué alguien no lo mata de una buena vez así se deja de joder. Insulta. De a ratos le grita a él, porque dice que se la pasa viendo la tele con cara de estúpido. Le recrimina el futuro brillante que hubiera podido tener si en lugar de casarse con él hubiera estudiado dactilografía en La Pitman. Como todos los días, repasa puntillosamente la manera en que le hizo desperdiciar su juventud. Entonces el tipo hincha el pecho y eructa de una manera asquerosamente débil, no con la potencia sonora de un macho que marca territorio, sino con la repugnancia del abandono. La mujer, iracunda, alza la voz y lo insulta con fiereza. En cuanto ella le da la espalda para continuar limpiando y quejándose de la porquería de marido que tiene, en él se dibuja una pequeña sonrisa de satisfacción.
No está muerto después de todo.
Él se replegó sobre sí mismo. Se encuentra sitiado por la bravura de aquella bárbara que blande una cuchara de madera, que dispara una nube de quejas y catapulta insultos. Él se retiró para establecer el sitio muy profundo tras los muros de sus intestinos. No se abandonó al extinguirse la llama de la juventud, sino que eligió con la sabiduría de su edad. Resiste con una especie de hibernación anímica. Nadie sabe lo que piensa. Todos creen que hace rato dejó de pensar, pero en su interior se retiró a meditar en la soledad de una montaña. Deja fluir las cosas, las deja ser, también la deja ser a ella, a su esposa. Deja que todo fluya, como cuando se le cae sobre la camiseta la salsa de los ravioles. Logró una especie de estado de Nirvana donde no es alcanzado por nada, como si fuera parte de un todo armónico.
Sólo de vez en cuando se permite una breve satisfacción mundana: Cruza los muros, baja de su montaña y se acerca al mundo, reconoce a su esposa y eructa de una manera asquerosamente débil, porque sabe que a ella le molesta mucho más de esa manera, y luego entonces vuelve a su montaña con regocijo para continuar meditando.