Hace poco más de un año escribía acerca de la suerte:
No te va bien porque hiciste las cosas como el orto, o quizás porque te paraste con todos tus bártulos en un pleno y salieron los huevos (el doble cero, para los que no andan en la timba), pero vos te pusiste ahí solito. La mala suerte es la excusa de los desertores de la testosterona.
La mishiadura no es vergüenza, pero echarle la culpa a la suerte es patético.
Vos que andás en la pomada, agarrá la manija de tu vida y decí “Sí, me fue como el culo porque me torearon y embestí; porque me jodieron y me planté; porque me gustaba y le aposté; me fue mal porque me anoté en una ruleta rusa en la última vuelta y lo sabía pero fui igual, porque se me cantó”.
Tenés que gritar “Me fue mal porque me equivoqué, y está bien que haya terminado en el último charco donde arrojan la basura del más terrible de los prostíbulos para fenómenos de circo... porque esa era una posibilidad y yo lo sabía... pero tengo resto”.
Pasó porque era posible. Y mejor si sabías que era una posibilidad; de esta vida bien al final solo te vas a llevar dos medallas: tus huevos. Cuán grandes será tu decisión. Entonces dejá la suerte de lado, hinchá el pecho y afirmá con determinación, que el entendido entenderá: “No señor, no tuve mala suerte. Me fue mal por pelotudo”
Hoy mi realidad es muy distinta. Estoy pasando un momento muy feliz.
No cambió mi suerte. Atribuyo el cambio en primer lugar a la forma de interpretar la desgracia tiempo atrás; a no buscar más responsables que yo mismo; a entender que había tomado malas decisiones, con el modesto orgullo de haberlas tomado con pleno ejercicio de mi voluntad; a entender que lo malo no está en lo perjudicial, sino en el punto en que uno lo deja ingresar a su vida. Lo peor de las malas gentes no está en ellas y sus acciones, sino en qué medida uno las deja entrar. La desgracia puede llegar, pero si uno la busca o la permite tomando una actitud pasiva, se instala y se queda.
Entender mis errores y afirmar qué es lo que quiero para mi vida me hizo tomar decisiones acertadas; me permitió afirmar qué quería y qué no quería. No cambió mi suerte; abandoné la actitud sufriente y abnegada; dejé las decisiones poco felices y empecé a tomar otras mucho mejores. Tomar mejores decisiones no siempre es un acto feliz, algunas fueron realmente tan dolorosas como necesarias. Tener una vida plena también exige sacrificios. Algunas veces hay que hacer como el animal que ve atrapada su pata en una trampa; hay que ser capaz de mutilarse con los dientes para poder liberarse y seguir. A veces hay que desprenderse de parte de uno; ser capaz de elegir y soportar ese dolor. Pero el dolor más tarde o más temprano pasa. Si uno evita instalarse en una posición doliente, el dolor siempre pasa.
Para tener una vida feliz hay que tener inteligencia, voluntad y huevos para admitir la responsabilidad de los malos momentos; y luego inteligencia, voluntad y huevos de hacer todo lo necesario para construir los buenos.