Luego de cuatro horas de dura marcha por el bosque con Hipólito a cuestas, Eleodora se sentía exhausta. Luchaba con la espesa vegetación, los implacables insectos y los avisos de “se ganó un 0 Km” que le llegaban al celular cada veinte minutos. Se vio tentada de arrojar el aparato al cauce de uno de los pequeños arroyos que cruzaban su paso, pero el prurito de la contaminación la detuvo. Recordó al pelado de Greenpeace, arrojando las pilas de una grabadora a un cesto de basura corriente, y la manera en que inmediatamente ella vació el contenido de su Martini sobre la lustrosa calva del inconsecuente funcionario.
Eleodora se abría paso por un espeso cañaveral y cuando ya comenzaba a desfallecer por la sed y el hambre, el camino se abrió y se encontró con un joven Clint Eastwood que le daba la bienvenida a una de las comunidades Wichis. Con gran fastidio tuvo que admitir que el actor era parte de una alucinación debido al esfuerzo, al igual que el pirata Jack Sparrow que la saludaba desde un carro de una montaña rusa. Entonces aprovechó e incluyó en su alucinación a un pelotón de prusianos destrozando a sablazos a Ronald McDonalds, y sonrió.
Al ingresar a la pequeña aldea Hipólito había recuperado brevemente la conciencia. Un grupo de hombres se acercó para auxiliarlos; y entonces el guía utilizó la poca fuerza que le quedaba para modular en un precario mataco “Herida de bala”, mientras se señalaba la entrepierna.
Lamentablemente, “Herida de bala” y “Ataque sexual” en mataco se dicen exactamente de la misma manera.
Los wichis escucharon estas palabras; cruzaron entre ellos algunas miradas de pánico; luego observaron la figura de Eleodora que cargaba a un Hipólito con la ingle sangrando, y huyeron a los gritos por el bosque.
Afortunadamente en la aldea quedaron mujeres y niños, que les brindaron hospitalidad; también un sanador que, luego de higienizar sus manos utilizando una mezcla de estiércol de cabra y orín de zorro, se dispuso a atender sin demora a un Hipólito que comenzaba a vomitar, más por el asco que por sus heridas.
La suerte fue doble cuando Eleodora se percató de que dos fornidos guerreros wichis también habían permanecido en la aldea; y que lejos de espantarse, estaban esperando la oportunidad de ofrecer su hospitalidad a la prometedora visitante. Aunque no conocía el idioma mataco, lo dedujo por la mirada lasciva de estos titanes cobrizos que, sin disimulo, escupían y frotaban sus manos. Entonces, mientras el sanador se ocupaba de Hipólito, Eleodora recibió con gusto la cálida acogida que le ofrendaron los intrépidos guerreros.
Al salir de la tienda (o, como bien dijo Eleodora, luego de ser atendida) se encontró con que el sanador ya había realizado una curación muy efectiva sobre las heridas de Hipólito. El guía agradeció efusivamente a Eleodora no sólo el haberle salvado la vida; sino porque además, el chicle de menthol le había aliviado por completo una hemorroide muy molesta.
Hipólito quedó varios días bajo el cuidado de los wichis, mientras Eleodora proseguía su viaje hacia Formosa, Asunción del Paraguay, la triple frontera y luego al Brasil, donde pensó que había dejado muy atrás a los perseverantes chinos.
Eleodora paseaba por Sao Francisco Xavier creyéndose a salvo. Al salir de un bar un poco mareada y festejando su victoria contra quince hacheros en una competencia de beber cachaça, se encontró inesperadamente con la china y sus dos guardaespaldas. Miró hacia ambos lados de la calle. Un arbusto rodante cruzó la desierta avenida de tierra seca. A lo lejos vió pasar a Clint Eastwood, llevándose una mano al sombrero y saludándola con un ademán que indicaba que todo iba a estar bien. O quizás se trataba de una mulata que se dirigía al mercado, pero en momentos así a Eleodora le encantaba imaginar escenas y personajes.
Eleodora se percató de que no tenía más alternativa que enfrentar la situación de una vez por todas. Uno de los gigantes amarillos metió la diestra en el bolsillo interior de su americana. Inmediatamente Eleodora, previendo el desenlace, decidió realizar su última jugada. Levantó su mano como pidiendo un alto y sacó de su bolso de tela los dos pedazos del Carlos Luna de terracota. Desde el primer momento supo que era eso lo que buscaban estos mafiosos, aunque no sabía por qué. Lo que los chinos tampoco sabían, era que Eleodora había ocultado en la otra mano una piedra redonda y maciza. Entonces nuestra heroína en una fracción de segundo calculó un tiro certero en la frente del oriental armado; proyectó en su mente una patada en los testículos del segundo y un cortito a lo Karadagian para la vieja que, si bien no representaba una amenaza, la tenía harta. Luego transcurrieron dos segundos que pasaron en cámara lenta. Cuando el chino sacó su mano del bolsillo Eleodora apretó con fuerza la piedra y, justo cuando se preparaba a arrojarla, vió con sorpresa que el chino le ofrecía un pote de pegamento instantáneo. Eleodora se detuvo desconcertada.
La anciana tomó las dos piezas de la mano de Eleodora; sacó de su cartera el tercer y diminuto trozo del Carlos Luna; tomó el pegamento de la mano del gigante y se dispuso a unirlas con esmero. Las giraba una y otra vez buscando el calce perfecto. Cuando pudo armar las piezas a su gusto le entregó a Eleodora un muñeco completo; y con una sonrisa de dientes que parecían haber ido desertando a lo largo de los años, dijo en un imperfecto castellano “lo que es justo, es justo”.
Eleodora entonces entendió que el honor, la perseverancia y la templanza de los chinos está más allá de la comprensión de cualquier occidental.