Avanti, bersaglieri, che la vittoria é nostra!

lunes, 19 de agosto de 2013

Eleodora y Charlie (Parte III)

Eleodora y Charlie - Parte III - Clint Eastwood y el duelo

Luego de cuatro horas de dura marcha por el bosque con Hipólito a cuestas, Eleodora se sentía exhausta. Luchaba con la espesa vegetación, los implacables insectos y los avisos de “se ganó un 0 Km” que le llegaban al celular cada veinte minutos. Se vio tentada de arrojar el aparato al cauce de uno de los pequeños arroyos que cruzaban su paso, pero el prurito de la contaminación la detuvo. Recordó al pelado de Greenpeace, arrojando las pilas de una grabadora a un cesto de basura corriente, y la manera en que inmediatamente ella vació el contenido de su Martini sobre la lustrosa calva del inconsecuente funcionario.

Eleodora se abría paso por un espeso cañaveral y cuando ya comenzaba a desfallecer por la sed y el hambre, el camino se abrió y se encontró con un joven Clint Eastwood que le daba la bienvenida a una de las comunidades Wichis. Con gran fastidio tuvo que admitir que el actor era parte de una alucinación debido al esfuerzo, al igual que el pirata Jack Sparrow que la saludaba desde un carro de una montaña rusa. Entonces aprovechó e incluyó en su alucinación a un pelotón de prusianos destrozando a sablazos a Ronald McDonalds, y sonrió.
Al ingresar a la pequeña aldea Hipólito había recuperado brevemente la conciencia. Un grupo de hombres se acercó para auxiliarlos; y entonces el guía utilizó la poca fuerza que le quedaba para modular en un precario mataco “Herida de bala”, mientras se señalaba la entrepierna.

Lamentablemente, “Herida de bala” y “Ataque sexual” en mataco se dicen exactamente de la misma manera.

Los wichis escucharon estas palabras; cruzaron entre ellos algunas miradas de pánico; luego observaron la figura de Eleodora que cargaba a un Hipólito con la ingle sangrando, y huyeron a los gritos por el bosque.

Afortunadamente en la aldea quedaron mujeres y niños, que les brindaron hospitalidad; también un sanador que, luego de higienizar sus manos utilizando una mezcla de estiércol de cabra y orín de zorro, se dispuso a atender sin demora a un Hipólito que comenzaba a vomitar, más por el asco que por sus heridas.
La suerte fue doble cuando Eleodora se percató de que dos fornidos guerreros wichis también habían permanecido en la aldea; y que lejos de espantarse, estaban esperando la oportunidad de ofrecer su hospitalidad a la prometedora visitante. Aunque no conocía el idioma mataco, lo dedujo por la mirada lasciva de estos titanes cobrizos que, sin disimulo, escupían y frotaban sus manos. Entonces, mientras el sanador se ocupaba de Hipólito, Eleodora recibió con gusto la cálida acogida que le ofrendaron los intrépidos guerreros.
Al salir de la tienda (o, como bien dijo Eleodora, luego de ser atendida) se encontró con que el sanador ya había realizado una curación muy efectiva sobre las heridas de Hipólito. El guía agradeció efusivamente a Eleodora no sólo el haberle salvado la vida; sino porque además, el chicle de menthol le había aliviado por completo una hemorroide muy molesta.
Hipólito quedó varios días bajo el cuidado de los wichis, mientras Eleodora proseguía su viaje hacia Formosa, Asunción del Paraguay, la triple frontera y luego al Brasil, donde pensó que había dejado muy atrás a los perseverantes chinos.

Eleodora paseaba por Sao Francisco Xavier creyéndose a salvo. Al salir de un bar un poco mareada y festejando su victoria contra quince hacheros en una competencia de beber cachaça, se encontró inesperadamente con la china y sus dos guardaespaldas. Miró hacia ambos lados de la calle. Un arbusto rodante cruzó la desierta avenida de tierra seca. A lo lejos vió pasar a Clint Eastwood, llevándose una mano al sombrero y saludándola con un ademán que indicaba que todo iba a estar bien. O quizás se trataba de una mulata que se dirigía al mercado, pero en momentos así a Eleodora le encantaba imaginar escenas y personajes.
Eleodora se percató de que no tenía más alternativa que enfrentar la situación de una vez por todas. Uno de los gigantes amarillos metió la diestra en el bolsillo interior de su americana. Inmediatamente Eleodora, previendo el desenlace, decidió realizar su última jugada. Levantó su mano como pidiendo un alto y sacó de su bolso de tela los dos pedazos del Carlos Luna de terracota. Desde el primer momento supo que era eso lo que buscaban estos mafiosos, aunque no sabía por qué. Lo que los chinos tampoco sabían, era que Eleodora había ocultado en la otra mano una piedra redonda y maciza. Entonces nuestra heroína en una fracción de segundo calculó un tiro certero en la frente del oriental armado; proyectó en su mente una patada en los testículos del segundo y un cortito a lo Karadagian para la vieja que, si bien no representaba una amenaza, la tenía harta. Luego transcurrieron dos segundos que pasaron en cámara lenta. Cuando el chino sacó su mano del bolsillo Eleodora apretó con fuerza la piedra y, justo cuando se preparaba a arrojarla, vió con sorpresa que el chino le ofrecía un pote de pegamento instantáneo. Eleodora se detuvo desconcertada.
La anciana tomó las dos piezas de la mano de Eleodora; sacó de su cartera el tercer y diminuto trozo del Carlos Luna; tomó el pegamento de la mano del gigante y se dispuso a unirlas con esmero. Las giraba una y otra vez buscando el calce perfecto. Cuando pudo armar las piezas a su gusto le entregó a Eleodora un muñeco completo; y con una sonrisa de dientes que parecían haber ido desertando a lo largo de los años, dijo en un imperfecto castellano “lo que es justo, es justo”.

Eleodora entonces entendió que el honor, la perseverancia y la templanza de los chinos está más allá de la comprensión de cualquier occidental.

domingo, 18 de agosto de 2013

¿Cómo se hace para cambiar a la gente?

Ni las fotos; ni las leyenda ingeniosas; ni los discursos emotivos; ni los insultos. Nada de eso puede cambiar a una persona. En las redes sociales aparecen sin descanso, y sin embargo todo sigue igual. Nadie va a cambiar de bando ni se va a hacer mejor hombre; pero tampoco se trata de eso.

Las publicaciones se comparten. Se difunden como una manera de expresar un deseo, una nostalgia. Se comparten para que la preocupación, el dolor y hasta la angustia no queden en un rincón de la casa. Se comparten para padecer acompañados, que muchas veces es una mejor forma de padecer. Se comparten para que la esperanza individual encuentre otros hombros sobre los cuales se aliviane la carga que produce el constante choque con la realidad.
Se comparten para gritar un poco y desprender como lastre algo de toda esa ira; para escupir un poco de esa bilis que provoca un dolor amargo en la boca del genio.
No está mal. El alivio a veces cambia el clima que presenta la realidad. Y cambiar un poco la forma en que vemos el mundo también es una manera de modificarlo, aunque mucho menos pretenciosa.
La gente no cambia, no se la puede cambiar. La esencia es justamente eso: lo que nos hace ser quién somos. Lo mejor que podemos hacer es nada más ni nada menos que madurar, un poco quizás.

Un napolitano que pasó por Londres, Córdoba y Buenos Aires, donde luego murió de cirrosis, decía: “La tecnología avanza, el hombre no. El hombre siempre es el mismo”. Terminaba la frase y reía. Pienso igual. Somos los mismos que alguna vez corríamos tras algunos pequeños animales con un garrote en la mano; sólo que ahora podemos perseguir nuestros objetivos desde complejos monumentos de metal flotando en el espacio ¿Qué cambió? La expectativa de vida individual (tanto más larga como más inútil); y la expectativa de vida de nuestra especie (tanto más corta que asusta). El hombre no avanza; y no es mejor ni peor que cuando corría en bolas por los bosques y llanuras. Es el mismo, pero con mayor poder de destrucción.

Sin embargo el  individuo, sólo o en cantidades, es capaz de frenar su marcha cargada de desidia cuando el peligro toca a su puerta, y no antes.
El hombre es un animal intrigante. Si bien los individuos no cambian en esencia, también es cierto que son capaces de acciones asombrosas, y son capaces de torcer el rumbo de sus vidas cuando son golpeados con la suficiente fuerza.

Alguien preocupado por el futuro, planeando y proyectando constantemente cada uno de sus pasos ¿Cómo es posible que abandone sus proyectos y comience a vivir el presente? ¿Cómo hace para realizar, efectivamente, esto de vivir cada día como si fuera el último? Jamás lo hará por haber leído un libro maravilloso, por haber escuchado a un orador magnífico o luego de una película que lo haya emocionado hasta las lágrimas. No sucede así. El tipo cambia cuando se encuentra cara a cara con su finitud, tan de cerca, que es capaz de leer en las pupilas de la muerte la determinación implacable de lo que le espera. El tipo es capaz de torcer su vida cuando lo pierde todo, cuando ya no le queda nada más por perder, cuando experimenta la libertad de no tener nada.

Una persona puede cambiar, pero al precio más alto y luego de haber transitado un camino tan tortuoso que lo haga desprenderse de sí mismo, de su historia, de sus creencias; puede cambiar luego de haberse desvanecido el suelo y de haber caído en picada libre sobre la desesperación o el desasosiego. No es nada deseable y por eso la historia debe armarse al revés. No podemos desear una desgracia que nos lleve a una forma más elevada. Sin embargo, una vez caído bien profundo en los abismos del mismo infierno, al menos queda la oportunidad de volver a levantarse con otro nombre, con otro rostro, con un alma distinta.

martes, 13 de agosto de 2013

Eleodora y Charlie (Parte II)

Eleodora y Charlie - Parte II - Un guía herido

Eleodora llegó al parque provincial “Loro hablador” a primera hora de la mañana de un lunes caluroso y sofocante. Los lugareños le habían advertido que intentar atravesar el Impenetrable sin un guía era una tarea suicida. Esto no la preocupaba, pero le inquietaba el hecho de no contar con un testigo en caso de que tuviera que cobrarse la vida de algún animal peligroso. Desde que le vaciara un Martini completo en la cabeza al secretario general de Greenpeace, Eleodora tomaba estas precauciones. Sabía de los juicios millonarios que podía sufrir quien atentara contra el equilibrio ecológico o contra el pelado de Greenpeace. Por esta razón contrató a don Hipólito Cunetero, un guía experto y hombre muy respetado por su comunidad debido a su valentía y honradez.

Eleodora había escuchado que los guías del Impenetrable invierten gran parte de su dinero en zapatos y papel higiénico, objetos absolutamente necesarios para la supervivencia en las rigurosas condiciones del gran bosque chaqueño. Luego de la aventura que Hipólito emprendió con Eleodora, la economía del explorador mejoró notablemente al extender la vida útil de sus zapatos.
Esa mañana una gran cantidad de carpinteros negros y charatas volaban espantados por las figuras de Eleodora e Hipólito emergiendo por entre quebrachos y algarrobos, o avanzando agazapados entre la maleza. Cuando lo creía seguro, Hipólito se ponía de pié y avanzaba revoleando un viejo pero afiladísimo machete con el cual se abría paso por la espesa vegetación, al tiempo que rebanaba los feroces mosquitos que se avalanzaban sobre ellos. Eleodora notó que estos insectos emitían dos zumbidos simultáneos, y se lo hizo notar a Hipólito, quien le explicó que allí los mosquitos estaban tan hambrientos que emitían dos sonidos: el característico de sus alas, y el ruido de sus pequeños e insatisfechos estómagos.
Al llegar a un claro Hipólito se detuvo expectante, se agachó y ordenó silencio cruzando sus labios con el dedo índice derecho, seña internacional del “chito”. Observó en derredor, luego tomó uno de sus zapatos y lo arrojó unos quince metros hacia el claro. Se escuchó una fuerte explosión que los hizo cerrar los ojos, y donde debía estar el zapato notaron una gran nube de polvo y terrones que caían como lluvia -¡Minas antipersonales!- exclamó Hipólito.
Después de unos minutos de estática observación Hipólito rompió el silencio y explicó a Eleodora que el ingenioso truco de usar los zapatos para detectar estas trampas se utilizaba en aquel bosque desde que un turista les permitiera ver en su computadora una película llamada “El cubo”, donde uno de los personajes utilizaba el mismo sistema para encontrar las trampas del macabro laberinto. Cuando Eleodora le preguntó por qué no utilizaban piedras o puñados de tierra húmeda y preservaba los zapatos, el guía le respondió con una mirada primero pensativa y luego algo torva.
Cuando comenzaron a cruzar el claro donde había explotado la mina, Eleodora vislumbró una sombra que se movía entre la maleza, observó con más atención y pudo distinguir a un hombre pequeño, de ojos rasgados, ataviado con ropa camuflada y portando lo que parecía un AK-47 Kalashikov. Antes de que el hombrecillo tuviera tiempo de levantar su arma, Eleodora tomó por los cordones el segundo zapato de Hipólito y lo revoleó con fuerza hacia la cara del oriental dándole un fuerte golpe sobre el maxilar superior, desprendiéndole dos incisivos. El hombre quedó aturdido unos segundos y luego se dio a la fuga.
-¿Quién era ese?- Preguntó Eleodora. 
A lo que Hipólito respondió temblando -Charlie-
-¿Charlie?
-Victor Charlie
-¿Victor Charlie? ¿Un soldado del vietcong acá? ¡Es imposible! Se sabe que muchos se perdieron en sus propios túneles emergiendo años más tarde en Tailandia y China; pero es imposible que hayan llegado hasta el Chaco.
- No, no. Se llama Víctor Carlos Ubeda; detesta su primer nombre y se hace llamar Charlie. Es un campesino tucumano que vino al Chaco para trabajar en la zafra. Luego se hizo fundamentalista de la ecología y no deja que nadie ingrese al parque nacional. Planta minas antipersonales y dispara a cualquiera que ingrese. Está bancado por la Makonia Vierski, un grupo ecologista ruso que defiende los bosques de la tala indiscriminada y se financia con prostitución infantil y explotación de mano de obra latina mediante la venta de ropa interior de mala calidad.
-No. Con los pibes no. Dejá que vuelva a ver a ese Charlie. Le induzco un coma trompatológico y lo dejo como un helecho.
Eleodora e Hipólito continuaron el viaje a través de arboledas, pastizales y esteros; atravesaron cañadas, pantanos y un videoclub abandonado por culpa del advenimiento de internet.
Por la tarde tuvieron un segundo encuentro con Charlie, quien los emboscó arrojándose desde lo alto de un sauce. El tucumano los miraba fijo mientras les apuntaba con su AK-47 alternadamente. Pero Victor Carlos Ubeda no había advertido que detrás suyo se encontraba un yaguareté que lo observaba relamiéndose. En el instante en que el tucumano se disponía a disparar, el felino se avalanzó sobre él. Charlie fue mordido y rasguñado sin oponer resistencia alguna. Pero justo antes de que el yaguareté se lo llevara arrastrando por uno de los tobillos, alcanzó a tomar el fusil y disparó a Hipólito en la ingle, quien rápidamente cayó al piso tomándose la zona genital y aullando como un desquiciado.
El ecologista no se había defendido del felino porque el yaguareté se encuentra en peligro de extinción. Si lo hubiera dañado, aún en defensa propia, el destino que le esperaba en manos de la Makonia Vierski era mucho peor que el ser devorado por aquel animal.
Eleodora se ocupó inmediatamente de Hipólito. Con mucho esfuerzo comprobó que la herida en la ingle tenía orificio de salida por detrás. El esfuerzo se debió tanto al pudor de Hipólito, quien no quería dejarse quitar los pantalones, como luego por la confusión que provocaba entre tanta sangre saber cuál era el orificio de la bala y cual el ano de aquel hombre.
Eleodora decidió no correr riesgos y tapó con chicle todos los orificios que encontró. Así detuvo provisoriamente la hemorragia, a riesgo de producir una obstrucción intestinal. Luego cargó al guía casi desmayado en su espalda y emprendió una marcha adentrándose aún más en la espesura del bosque, esperando encontrar pronto la ayuda de los Wichis.
Acostumbrada a cargar cincuenta kilos de cemento portland en las noches de insomnio, por la avenida Rivadavia, poco le costó a Eleodora llevar a aquel pequeño hombre en su espalda a través del cada vez más oscuro Impenetrable.

jueves, 8 de agosto de 2013

Eleodora y Charlie (parte I)

Desde la vuelta de Eleodora a Buenos Aires tuve la oportunidad de conversar largas horas con ella. Entre otras cosas interesantes, me contó de qué manera se vió envuelta en problemas con la mafia china, y cómo luego logró solucionar esta ardua cuestión que la mantuvo alejada.
Cuando le pregunté si podía escribir sus anécdotas permaneció en silencio por un instante, con la mirada hacia el suelo. Sus ojos apenas se movían como siguiendo alguna idea que flotaba sobre los mosaicos de la cocina. Luego levantó la vista, fijó sus ojos en mí y dijo -¡Tenés que pasarle un trapo a ese piso, hijo de puta!-
Volví a la carga con la idea de plasmar sus historias y dudó un poco. No fue hasta que le comenté que había varias personas siguiendo sus historias, que se asombró y luego me dio el visto bueno.


Eleodora y Charlie - Parte I - Huída de la mafia china

Todo comenzó en el barrio chino de Belgrano. Eleodora paseaba recorriendo los diminutos locales, repletos de extrañas chucherías en rojo y oro. Visitando uno de aquellos locales, se detuvo frente a una estatuilla pequeña, de terracota, que se parecía asombrosamente a Carlos “el chino” Luna, quien actualmente se encuentra convirtiendo para el equipo canalla. Pensó que sería un buen regalo para El Tolo, un amigo fanático de Tigre, equipo donde Luna se destacara como formidable artillero. La tomó entre sus dedos pero la pequeña estatuilla resbaló y cayó al piso partiéndose en tres pedazos. Lo mismo que demora un rayo de sol en atravesar la cima del Changtse y caer sobre el glaciar de Rongbuk, fue lo que tardó una anciana oriental en emerger detrás de un mostrador al grito de “rompe paga, rompe paga”. Dos corpulentos chinos, alarmados por la mujer, cerraron el paso en la puerta. Eleodora miró fijamente a la vieja y con un tono condescendiente le dijo -nuestras culturas no son tan distantes después de todo; en mi barrio, por las tardes de fútbol, podía escucharse a los niños gritar “rompe, pincha, cuelga, paga”, y en eso me fue siempre el honor- Entonces tomó dos de los pedazos más grandes del muñeco de terracota, aquellos que habían quedado a sus pies, pagó lo justo a la anciana y se dispuso a salir del local. Al llegar a la puerta, donde aún los guardias bloqueaban la salida, Eleodora les clavó una mirada torva que les hizo aflojar el estómago; entonces le abrieron paso y se retiró.
Apenas se había alejado del local unos cincuenta metros cuando percibió a sus espaldas algunos gritos en cantonés. Al girar sobre sus talones vió a los dos guardias y a la anciana gritando y corriendo hacia ella. No comprendía lo que sucedía ni lo que decían. De los chinos y japoneses sabía que eran expertos en inflingir dolor y en realizar figuras con papel, y la imagen de un ganso realizado con dobleces sobre una hoja le resultó insoportable.
Dudó entre hacerles frente, emprender un enfrentamiento a piedrazos o intentar salir de allí. Decidió seguir el consejo de su padre quien, el día que la llevó a un encuentro entre Ferro y Vélez, le dijera: “Cualquier cosa, primero corré y después preguntá”. Eleodora nunca olvidaría esa enseñanza, ya que ese día al estallar una gresca entre ambas hinchadas, su padre primero corrió y luego preguntó por su hija. Ese día el resultado fue de quince hinchas de Vélez heridos; once apaleados por la hinchada de Ferro y cuatro golpeados por una niña.

Eledora comenzó una fuga que extrañamente se prolongaría durante varios días, sin lograr dilucidar la causa de tal persecución. Al agotar los rincones de Buenos Aires decidió viajar unos días a Entre Ríos, aprovechando para ver por vez primera el carnaval de Gualeguaychú.
La primera noche en la festiva ciudad entrerriana se acercó al corsódromo para ver pasar las comparsas. Llegó cuando comenzaba a desfilar “Marí Marí”. Los primeros minutos disfrutó enormemente admirando la musculatura de los integrantes de la comisión de frente. Fornidos morenos de brazos hinchados y un abdomen bien formado donde se podría tranquilamente lavar ropa. Pero después de poco más de media hora de escuchar la misma música y ver tipos emplumados hasta el ojete; ya completamente harta y un poco bebida, tomó una botella de vodka que aún le quedaba casi llena, le introdujo por el pico un pañuelo que llevaba en su bolsillo y se disponía a cortarle el paso a la tercera carroza enfrentándola con la improvisada bomba molotov. Se acercó a la valla con intención de saltarla y ganar la pista, cuando de repente vio emerger en lo alto de las gradas una sombra conformada por tres figuras. Eran la china junto a sus dos guardias. Sorprendida, dejó de lado su idea de incendiar la carroza y huyó por una calle oscura. Esa misma noche decidió trasladarse a Santa Fe y luego al Chaco. Finalmente pensó que era más seguro escabullirse a través del Impenetrable chaqueño.

viernes, 2 de agosto de 2013

La vuelta de Eleodora

Ayer recibí una visita inesperada. Eleodora volvió del extranjero.
Finalmente pudo aclarar con la mafia china los asuntos que la mantenían alejada de Buenos Aires. También me contó que llegó hace pocos días, discretamente, a bordo de la lancha colectivo “El tábano”, que la trajo desde Bolivia bajando por el río Bermejo, el Paraguay y el Paraná.
Eleodora me contó que ese viaje le resulta más ameno en verano, dado que puede practicar pugilato con las moscas Giunta; variedad de insectos alados gigantescos que pululan por el Paraná en época estival, con el fin desesperado de reproducirse. Esta variedad de moscas posee el defecto de no distinguir raza, por lo cual ataca sexualmente cualquier objeto en movimiento. Dicha especie está en peligro de extinción desde la invención del ventilador.
Esta añoranza de Eleodora por la mosca Giunta resultó premonitoria, dado que apenas llegada a Buenos Aires, fue vista y perseguida por un individuo al que reconocía haber frecuentado íntimamente.
El tipo no escatimó recursos para generar un encuentro con Eleodora llegando, incluso, a irrumpir en el baño de damas en el bar "El cotolengo", en el barrio de Monserrat.
Tras haber escapado de su empecinado seguidor, Eleodora escribió una carta para influirle el desaliento y me eligió en su confianza para que yo mismo asegurara a la misiva su destino.
Camino a mi casa y carta en mano, Eleodora se cruzó sorpresivamente con otros perseguidores del mismo talante y, dada la pereza ante la idea de escribir nuevas cartas, decidió que era más práctico enviar la misma esquela a todos. Después de todo, los había rechazado más o menos por los mismos motivos.
No parecía muy práctico salir a buscar una fotocopiadora a tan altas horas, pero Eleodora no quería demorar el asunto. Finalmente dimos con una mejor solución: Me pidió publicar la carta en el blog y poner en aviso a una lista detallada de hombres Giunta.

Entonces, a pedido de Eleodora, transcribo la carta destinada a estos hombres mosca:

A esta altura del partido, deberías haberte hecho a la idea de que lo nuestro no va.
No sos vos, pero tampoco soy yo. En cuestión de gustos no hay culpas, y a mi gusto resultás desagradable.

Lo que sí debo pedirte es que dejes de buscarme. No creo que el haberme cruzado en el baño de damas haya sido fortuito. Una confusión la tiene cualquiera, pero en cuanto me viste salir del cubículo del inodoro, no resultó nada natural intentar iniciar una conversación sobre la globalización mientras me acomodaba la falda y una señora de rulos te pegaba con su cartera. Tus intenciones saltaban a la vista; así como tu pantalón, aunque muy modestamente, debo decir.
Simplemente no me gustás, no hay mucho qué decir, pensar, discutir o arreglar. El desencuentro no es algo que quiera solucionar, sobre todo cuando se produce por asco.
Y por favor, no empieces con tus disculpas, ese camino solamente conduce a un cuadro patético aún más alejado de mi deseo, si es que se puede.

A lo mejor pensás que mi rechazo se debe a nuestra primera cita en el restaurante “Guarda q’ morde”, en la que no dejabas de hablar de tus logros profesionales conciliando el debe y el haber en la contabilidad de un local de electrodomésticos. No notaste cuando te dije que necesitaba cambiarme de lugar, simplemente continuaste la perorata sobre cuentas de resultado y patrimonio neto. Tampoco notaste cuando efectivamente cambié de mesa. Y probablemente tampoco escuchaste cuando dije, con mayor énfasis, que me mudaba a la mesa de un muchacho que me había mirado con más interés.

Tampoco fue porque en la intimidad te ocuparas de saciar rápidamente tu deseo, dejándome a 
mitad de un camino del cual es muy duro emprender el retorno. No creas que fue por eso, porque lo que comenzabas y dejabas tan fácilmente, luego alguien con atención, conocimiento y destreza lo terminaba con maestría ¡Qué recuerdos!

No fue por aquella vez en que en lugar de encontrarnos para ir a la muestra de esculturas en adobe y paja, te apareciste en pantalones cortos, con la pelota bajo el brazo (y las otras dos quién sabe dónde) y mencionaste un compromiso deportivo ineludible. No fue eso, ya que la cuenta fue saldada. No creo que olvides cuando te pedí probar un tiro, y la forma accidental en que pateé la pelota, la cual dió de lleno en tu nariz haciendo emerger un chocolate rojizo y espeso. Tengo que confesar que no fue un accidente. Tomé una corta carrera y acaricié la lustrosa y bien inflada Jalisco con tres dedos, como solía hacer para clavar el balón al ángulo en los tiros libres, los cuales ejecutaba con un desvío menor a tres milímetros en veinticinco metros. Podrás imaginar lo fácil que resultó tomarme una pequeña venganza con tu nariz a escasos diez metros, incluyendo una comba cerrada para eludir la adversaria barrera formada por la lámpara de pie y un florero.

No hay rencores.
Así que, por favor, dejá de perseguirme y, como decía un personaje alemán, no me hagas emplear métodos que no quiero emplear.