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domingo, 18 de agosto de 2013

¿Cómo se hace para cambiar a la gente?

Ni las fotos; ni las leyenda ingeniosas; ni los discursos emotivos; ni los insultos. Nada de eso puede cambiar a una persona. En las redes sociales aparecen sin descanso, y sin embargo todo sigue igual. Nadie va a cambiar de bando ni se va a hacer mejor hombre; pero tampoco se trata de eso.

Las publicaciones se comparten. Se difunden como una manera de expresar un deseo, una nostalgia. Se comparten para que la preocupación, el dolor y hasta la angustia no queden en un rincón de la casa. Se comparten para padecer acompañados, que muchas veces es una mejor forma de padecer. Se comparten para que la esperanza individual encuentre otros hombros sobre los cuales se aliviane la carga que produce el constante choque con la realidad.
Se comparten para gritar un poco y desprender como lastre algo de toda esa ira; para escupir un poco de esa bilis que provoca un dolor amargo en la boca del genio.
No está mal. El alivio a veces cambia el clima que presenta la realidad. Y cambiar un poco la forma en que vemos el mundo también es una manera de modificarlo, aunque mucho menos pretenciosa.
La gente no cambia, no se la puede cambiar. La esencia es justamente eso: lo que nos hace ser quién somos. Lo mejor que podemos hacer es nada más ni nada menos que madurar, un poco quizás.

Un napolitano que pasó por Londres, Córdoba y Buenos Aires, donde luego murió de cirrosis, decía: “La tecnología avanza, el hombre no. El hombre siempre es el mismo”. Terminaba la frase y reía. Pienso igual. Somos los mismos que alguna vez corríamos tras algunos pequeños animales con un garrote en la mano; sólo que ahora podemos perseguir nuestros objetivos desde complejos monumentos de metal flotando en el espacio ¿Qué cambió? La expectativa de vida individual (tanto más larga como más inútil); y la expectativa de vida de nuestra especie (tanto más corta que asusta). El hombre no avanza; y no es mejor ni peor que cuando corría en bolas por los bosques y llanuras. Es el mismo, pero con mayor poder de destrucción.

Sin embargo el  individuo, sólo o en cantidades, es capaz de frenar su marcha cargada de desidia cuando el peligro toca a su puerta, y no antes.
El hombre es un animal intrigante. Si bien los individuos no cambian en esencia, también es cierto que son capaces de acciones asombrosas, y son capaces de torcer el rumbo de sus vidas cuando son golpeados con la suficiente fuerza.

Alguien preocupado por el futuro, planeando y proyectando constantemente cada uno de sus pasos ¿Cómo es posible que abandone sus proyectos y comience a vivir el presente? ¿Cómo hace para realizar, efectivamente, esto de vivir cada día como si fuera el último? Jamás lo hará por haber leído un libro maravilloso, por haber escuchado a un orador magnífico o luego de una película que lo haya emocionado hasta las lágrimas. No sucede así. El tipo cambia cuando se encuentra cara a cara con su finitud, tan de cerca, que es capaz de leer en las pupilas de la muerte la determinación implacable de lo que le espera. El tipo es capaz de torcer su vida cuando lo pierde todo, cuando ya no le queda nada más por perder, cuando experimenta la libertad de no tener nada.

Una persona puede cambiar, pero al precio más alto y luego de haber transitado un camino tan tortuoso que lo haga desprenderse de sí mismo, de su historia, de sus creencias; puede cambiar luego de haberse desvanecido el suelo y de haber caído en picada libre sobre la desesperación o el desasosiego. No es nada deseable y por eso la historia debe armarse al revés. No podemos desear una desgracia que nos lleve a una forma más elevada. Sin embargo, una vez caído bien profundo en los abismos del mismo infierno, al menos queda la oportunidad de volver a levantarse con otro nombre, con otro rostro, con un alma distinta.

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