Finalmente pudo aclarar con la mafia china los asuntos que la mantenían alejada de Buenos Aires. También me contó que llegó hace pocos días, discretamente, a bordo de la lancha colectivo “El tábano”, que la trajo desde Bolivia bajando por el río Bermejo, el Paraguay y el Paraná.
Eleodora me contó que ese viaje le resulta más ameno en verano, dado que puede practicar pugilato con las moscas Giunta; variedad de insectos alados gigantescos que pululan por el Paraná en época estival, con el fin desesperado de reproducirse. Esta variedad de moscas posee el defecto de no distinguir raza, por lo cual ataca sexualmente cualquier objeto en movimiento. Dicha especie está en peligro de extinción desde la invención del ventilador.
Esta añoranza de Eleodora por la mosca Giunta resultó premonitoria, dado que apenas llegada a Buenos Aires, fue vista y perseguida por un individuo al que reconocía haber frecuentado íntimamente.
El tipo no escatimó recursos para generar un encuentro con Eleodora llegando, incluso, a irrumpir en el baño de damas en el bar "El cotolengo", en el barrio de Monserrat.
Tras haber escapado de su empecinado seguidor, Eleodora escribió una carta para influirle el desaliento y me eligió en su confianza para que yo mismo asegurara a la misiva su destino.
Camino a mi casa y carta en mano, Eleodora se cruzó sorpresivamente con otros perseguidores del mismo talante y, dada la pereza ante la idea de escribir nuevas cartas, decidió que era más práctico enviar la misma esquela a todos. Después de todo, los había rechazado más o menos por los mismos motivos.
No parecía muy práctico salir a buscar una fotocopiadora a tan altas horas, pero Eleodora no quería demorar el asunto. Finalmente dimos con una mejor solución: Me pidió publicar la carta en el blog y poner en aviso a una lista detallada de hombres Giunta.
Entonces, a pedido de Eleodora, transcribo la carta destinada a estos hombres mosca:
A esta altura del partido, deberías haberte hecho a la idea de que lo nuestro no va.
No sos vos, pero tampoco soy yo. En cuestión de gustos no hay culpas, y a mi gusto resultás desagradable.
Lo que sí debo pedirte es que dejes de buscarme. No creo que el haberme cruzado en el baño de damas haya sido fortuito. Una confusión la tiene cualquiera, pero en cuanto me viste salir del cubículo del inodoro, no resultó nada natural intentar iniciar una conversación sobre la globalización mientras me acomodaba la falda y una señora de rulos te pegaba con su cartera. Tus intenciones saltaban a la vista; así como tu pantalón, aunque muy modestamente, debo decir.
Simplemente no me gustás, no hay mucho qué decir, pensar, discutir o arreglar. El desencuentro no es algo que quiera solucionar, sobre todo cuando se produce por asco.
Y por favor, no empieces con tus disculpas, ese camino solamente conduce a un cuadro patético aún más alejado de mi deseo, si es que se puede.
A lo mejor pensás que mi rechazo se debe a nuestra primera cita en el restaurante “Guarda q’ morde”, en la que no dejabas de hablar de tus logros profesionales conciliando el debe y el haber en la contabilidad de un local de electrodomésticos. No notaste cuando te dije que necesitaba cambiarme de lugar, simplemente continuaste la perorata sobre cuentas de resultado y patrimonio neto. Tampoco notaste cuando efectivamente cambié de mesa. Y probablemente tampoco escuchaste cuando dije, con mayor énfasis, que me mudaba a la mesa de un muchacho que me había mirado con más interés.
Tampoco fue porque en la intimidad te ocuparas de saciar rápidamente tu deseo, dejándome a
mitad de un camino del cual es muy duro emprender el retorno. No creas que fue por eso, porque lo que comenzabas y dejabas tan fácilmente, luego alguien con atención, conocimiento y destreza lo terminaba con maestría ¡Qué recuerdos!
No fue por aquella vez en que en lugar de encontrarnos para ir a la muestra de esculturas en adobe y paja, te apareciste en pantalones cortos, con la pelota bajo el brazo (y las otras dos quién sabe dónde) y mencionaste un compromiso deportivo ineludible. No fue eso, ya que la cuenta fue saldada. No creo que olvides cuando te pedí probar un tiro, y la forma accidental en que pateé la pelota, la cual dió de lleno en tu nariz haciendo emerger un chocolate rojizo y espeso. Tengo que confesar que no fue un accidente. Tomé una corta carrera y acaricié la lustrosa y bien inflada Jalisco con tres dedos, como solía hacer para clavar el balón al ángulo en los tiros libres, los cuales ejecutaba con un desvío menor a tres milímetros en veinticinco metros. Podrás imaginar lo fácil que resultó tomarme una pequeña venganza con tu nariz a escasos diez metros, incluyendo una comba cerrada para eludir la adversaria barrera formada por la lámpara de pie y un florero.
No hay rencores.
Así que, por favor, dejá de perseguirme y, como decía un personaje alemán, no me hagas emplear métodos que no quiero emplear.
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