Avanti, bersaglieri, che la vittoria é nostra!
martes, 2 de abril de 2013
La Libertad
Primera pregunta: ¿Qué es la libertad?
Nos pusimos un poco filosóficos, pero no vamos a durar mucho ahí, seduce más lo pragmático.
“La libertad de uno termina donde empieza la de los demás”.
No, no, no. Eso funciona para un chico de primaria que tiene que compartir el banco, y deja de funcionar cuando éste chico le incrusta una regla de madera en la cabeza a su diplomático compañerito.
La libertad es uno de los grandes problemas filosóficos de todos los tiempos: ¿Somos libres o estamos determinados?... No jodamos, el problema pasa muy lejos de esa pregunta, es más práctico. Cuando uno se pregunta por la libertad se refiere a lo cotidiano: la interacción con otros seres humanos o incluso con la pareja.
La libertad, en estos términos, se reduce a la capacidad de seguir siendo uno mismo en la mayor medida posible, de ser fiel a los deseos, de respetar las ganas y de concretar los impulsos.
Te pueden repetir hasta el cansancio que los límites de la propia libertad se los pone uno.
Nada está más lejos de la realidad. Es muy fácil decirle a un amigo “no le des bola y hacé lo que tenés tantas ganas de hacer”... Claro, el que después se tiene que fumar la tonelada de recriminaciones durante año y medio es este individuo al que a partir de ahora llamaremos “el libre infeliz” (libero la marca para que la utilicen en una cadena de empanadas).
(Antes de seguir, aclaro a las señoras y señoritas que esta prosa es de aplicación unisex. Es decir, lo escribo para todos y todas, sólo que en masculino ya que tengo la desgracia de serlo)
El libre infeliz tarde o temprano reconoce que debe ceder su libertad.
No se trata de ser bueno ni generoso, tampoco cobarde, sino de la más antigua de las ecuaciones: la relación costo/beneficio.
Casi absolutamente nada pesa tanto como una reiterada recriminación sostenida durante un lapso de tiempo suficiente.
El que cede no lo hace por pusilánime, sino porque se quemó con leche y se peló hasta los huevos (“hasta la cajeta”, para las señoras y señoritas puntillosas del género). Se quemó con una lava láctea y no lloró porque se descompensó y se desmayó de dolor antes de alcanzar a llorar.
¡¿Quién en su sano juicio volvería a soportar algo así por una salida a tomar algo con unos amigos, una simple borrachera y anécdotas que intentan ser divertidas ad nauseam?!
Claro, algunos dicen que hay que sostener el “derecho” (¿por qué no me sostienen el izquierdo también?) El “derecho” es una cuestión teórica, no jodamos, y la rotura de bolas es concreta. Y los que nos reímos de los filósofos sabemos que “lo concreto” se la da a “lo teórico”.
Cuando salís con tus amigos en los términos mencionados no te reís de los chistes, porque cuando te estás por reir te acordás de la leche hirviendo y te acordás también de la vaca, y no te da ganas de reirte para nada. Pensás “¿para qué mierda vine?” y te agarrás la cabeza imaginariamente mientras fingís una risita que sale débil, amarga y pelotuda, y no querés volver a tu casa no porque la estés pasando bien, sino porque sabés lo que te espera.
Y te maldecís con alcance a cuatro generaciones incluyendo el recurso del camión de putas porque no lográs ni siquiera divertirte como para justificar un décimo de la condena que se avecina. Por eso es peor: ¡Porque fue al pedo!
Cualquier situación divertida nace empañada por el recuerdo de lo que vendrá, que se presenta tan claro como si ya hubiera sucedido. Y toda joda es un pájaro que apenas alzado el vuelo es alcanzado por el escopetazo de la recriminación futura. Cualquier goce deja lugar instantáneamente a “la que se viene” y se torna imposible.
Tesis: A la mierda las salidas (LQQD)
La libertad, la libertad ¿Cuál es el límite de su pérdida?
Uno va perdiendo las salidas, los amigos, la cocina, el placard, la opinión, el control remoto y la sonrisa. Va perdiendo poco a poco todo lo que tiene de humano, pero hay que ser optimista: todo tiene un límite.
Uno cede su libertad y se va achicando en su humanidad. Uno va transitando el camino que une la esencia humana con la figura de una cucaracha mal pisada. Pero existe un límite último, una frontera inquebrantable que hay que defender con la última gota de sangre.
Uno puede replegarse solamente hasta la puerta del baño ¡Ese es el límite último! ¡El baño!
El ser humano puede perder todo, pero debe defender a toda costa la última dignidad, el último rincón donde todavía es libre: el baño.
Si intentan entrar cuando uno está dentro debe sacar de su interior todo el instinto primitivo y gritar cepillo de dientes en mano “¡¡¡¡NO PASARÁN!!!!... ocupadooo”
Mientras uno pueda cerrar la puerta y disfrutar de una buena lectura o una ducha tranquilo, sabiendo que esa puerta no va a ser traspasada por nadie, aún puede sentir que le queda algo de humano, que todavía le queda un lugar sagrado donde puede ser quién es en total plenitud, y que siempre va a poder contar con esa, su última libertad.
Y claro, por supuesto que siguiendo las enseñanzas de Sartre, uno también puede mandar todo a la recalcada concha de su madre.
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