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jueves, 23 de mayo de 2013

Homenaje


“A la dictadura de los adultos sólo pueden soportarla los chicos porque a sus padres los consideran dioses. A la crueldad, a la violencia, a las humillaciones los chicos la toman como algo natural... Yo me crié en la Unión Soviética de la casa de mi padre.”

Alberto Laiseca se da licencia para hablar así de su padre. Quizás es un buen momento de decir otro tanto sobre el mío.

Mi padre era normalmente iracundo y propenso a descargar su mano, por cierto pesada, sobre mí si algo le hacía pensar que tenía algún motivo. Pero los golpes eran relativamente fáciles de evitar; era cuestión de eliminar de mi vocabulario palabras y frases tales como “no”, “no quiero”, “no me gusta” o incluso “me parece”. En casa de mi padre no existía el “yo pienso”, y mucho menos el “yo quiero”. En casa de mi padre lo más seguro era callarse y mirar el piso, y por ningún motivo y bajo ningún punto de vista, contradecirlo. Siguiendo esas reglas uno podía sentirse relativamente a salvo de la violencia física. Y digo que era relativo porque la bebida le hacía ver sediciosos donde no los había, y todos en casa sabíamos qué pasaba con los sediciosos en ese proceso de reorganización que era mi casa. Encima el viejo tomaba. Tomaba mucho pero no se le notaba; nunca parecía borracho.

Lo que en casa no se podía evitar eran las humillaciones. Para esas no había fórmulas. Todo intento de hacerle brotar algún asomo de orgullo por alguien fue inútil; parece que el orgullo era algo que él sólo podía sentir consigo mismo. Al menos eso parecía cada vez que comparaba sus proezas con nuestros torpes intentos. Y así, día tras día, las humillaciones llegaban envueltas en papeles de distintos colores, de diversas formas y tamaños y bajo cualquier excusa. El insulto liso y llano era su deporte favorito y, si echo mano de las estadísticas, su palabra preferida debe haber sido “tarado”, y quizás “estúpido” en segundo lugar, muy cerca.
Mi padre parecía sufrir de una manera bastante particular. Al parecer, le molestaba profundamente el hecho de que su moral y su inteligencia tuvieran que lidiar con una familia de vagos infradotados, o “tarados”, como parece que le gustaba más decir; y también parece que esa era la principal ofensa por la cual estábamos obligados a pagar a diario.
En casa, mi padre imponía absolutamente todo, incluso el clima. Si él no tenía frío no había estufas para nadie. No teníamos la libertad ni de sentir frío.

Sí, mi padre era un hijo de puta. Y digo era, porque aunque aún vive se quedó sin familia a la cual golpear ni humillar. Y me pregunto si sigue siendo un hijo de puta de la misma manera que me pregunto si hace ruido un árbol que cae en un bosque solitario.

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