Avanti, bersaglieri, che la vittoria é nostra!
martes, 17 de diciembre de 2013
Una noche en el Colón - Parte III
Eledora se se interna en el oscuro y húmedo túnel. Observa hacia ambos lados. A la derecha puede ver al marroquí girando por uno de los codos del túnel, a unos cincuenta metros. Apura el paso para darle alcance. A medio camino, y a pesar de la escasa luz, puede distinguir en una de las paredes algo parecido a una colección de viejas pinturas rupestres. La curiosidad la mueve a acercarse y comprueba que se trata de dibujos obscenos, quizás producto de algún operario aburrido. Entonces se toma un segundo para buscar una piedra y corregir con trazos las proporciones morfológicas de los dibujos, mientras se dice en voz baja “¿Para qué mienten?”. Satisfecha continúa avanzando hasta llegar al giro por donde vio desaparecer al marroquí. Se asoma silenciosamente. Puede distinguir al individuo tomando de entre unas cajas un paquete rectangular, grande, que parece contener plastilina gris y un despertador Junghans. El marroquí guarda los elementos en un bolso negro y luego prosigue su marcha hasta el final del túnel, donde desaparece.
Cuando Eleodora alcanza el final del camino nota dos conductos de ventilación, a uno y otro lado. No se decide cual tomar. Se la juega por el de la izquierda. Al final del conducto logra salir a uno de los palcos bajos, que se encuentra vacío. No hay indicios del marroquí. Se asoma por la baranda y observa la sala. Ve a Xiao sentado en su butaca, distraído, y luego descubre al marroquí en el palco opuesto, el cual se encuentra cruzando toda la sala. Evidentemente tomó el camino equivocado y desde allí no puede hacer mucho. Necesita llamar la atención de Xiao, entonces lleva sus meñiques a cada lado de la lengua, entrecierra la boca y un silbido ensordecedor retumba amplificado por la acústica del teatro.
Rinat Dasayev escucha un fuerte silbido y busca el origen. Entonces fija la mirada en la extraña mujer del palco. El ruso no había escuchado un silbido como ese desde aquella misión en los campos de la estepa siberiana, donde un pastor reunía a sus ovejas utilizando la misma técnica.
El silbido de Eleodora logra llamar la atención de todo el público, la orquesta y el marroquí. Pero Xiao no se da por enterado. El chino permanece sentado; con la mirada perdida; inmerso en sus cavilaciones orientales. Pero un repentino y fuerte golpe en el parietal izquierdo le produce un mareo momentáneo. Trata de entender lo que sucede y cuando recupera la visión distingue un zapato de mujer en el piso, justo entre sus piernas. Es el zapato de Eleodora. Con sus dedos hurga en su cabeza para detectar exactamente la zona afectada, entonces extrapola desde allí la trayectoria del zapato y dirige su vista hacia el origen. Distingue claramente a Eleodora que lo observa paciente.
Eleodora sabe que es foco de atención de todos y cada una de las personas que están en el teatro. Debe evitar que los demás se enteren de la bomba, ya que el pánico podría causar una tragedia mayor que la misma explosión. Entonces empieza a mover suavemente y en silencio sus labios formando una serie de oraciones dirigidas a Xiao.
Xiao puede leer en los labios de Elodora la siguiente frase “En el palco opuesto hay un marroquí con una bomba, y por favor arreglate el cuello de la camisa que parecés un pelotudo”
En la sala alguien más puso especial atención a los labios de Eleodora. Se trata del único que, además de Xiao, posee el entrenamiento suficiente para leer las palabras a tanta distancia y con tan sutiles movimientos: ¡Rinat Dasayev!
Luego de leer la frase de Eleodora, Rinat exclama para sus adentros -¡El Topo!- Siente la adrenalina correr por su cuerpo, aún así su corazón y respiración permanecen calmos, sus pupilas estáticas, es parte del entrenamiento que los agentes de la KGB realizan para burlar las pruebas del polígrafo. Ejerce ese control por reflejo, por costumbre. Busca con la vista a su camarada Xiao, a quien ve salir disparado como una saeta en dirección al palco del marroquí. El chino corre mientras se acomoda el cuello de la camisa. Menos mal, porque parecía un pelotudo. El ruso confía en en su camarada, sabe de su vasta experiencia en bombas; sabe que el chino es el único que conoce íntimamente la detonación de uno de esos artefactos y aún vive para contarlo. Entonces Rinat intuye que su presencia es más importante en otro lado; se da vuelta y comienza a caminar hacia uno de los pasillos que comunican los palcos.
Aristóbulo ingresa a la sala del Colón llevando pochoclos, una gaseosa grande con mucho hielo, panchos y un recipiente con nachos. Levanta su desnuda frente con un aire de superioridad; esgrime la supremacía de quien se sabe en poder de un objeto de deseo común. Frente a la concurrencia de la sala, la sorpresa que causa el silbido de Eleodora es superado ampliamente por el estupor que causa la figura imposible de Aristóbulo llegando a la fila de asientos con todo el arsenal alimenticio; que se adentra torpe entre las butacas, mientras algunos pochoclos caen sobre la falda de algunos espectadores que lo observan con notorio desagrado. Un empleado del teatro se percata de la escena y olvida el silbido para avanzar en dirección a Aristóbulo, con la firme determinación de retirarlo de la sala -¿De dónde sacó la comida?-
Aristóbulo queda atorado a mitad de camino entre un respaldo y las piernas de una dama. El empleado llega hasta la espalda de Aristóbulo y le palmea el hombro intentando llamar su atención. Aristóbulo se da vuelta con mucha dificultad pisando el pie de la dama que está sentada, y ésta a su vez le pega un empujón que lo desestabiliza y le hace derramar toda la bebida sobre la cabeza de un pelado que se encuentra sentado delante; al tiempo que unos cuantos cubitos de hielo se sumergen por el cuello de dicho calvo, quien empieza a dar saltitos espasmódicos en el asiento. Aristóbulo se zafa de las rodillas de la dama y comienza a correr en dirección opuesta al empleado tratando de salvar al menos la comida; luego gana uno de los pasillos que comunican los palcos y continúa a la carrera.
Rinat avanza con determinación, y en el camino casi es atropellado por un extraño gordo de lentes oscuros que avanza cargado de comida. Una porción generosa de pochoclos se esparce por el suelo -¡Qué extraña es la gente en esta ciudad!- Rinat no deja de sorprenderse. Pero continúa avanzando hacia su objetivo.
Xiao ingresa a la carrera en el palco del marroquí y lo encuentra desierto, sin embargo percibe una tenue luz debajo de uno de los asientos. Queda paralizado. Hasta ese instante había corrido sin pensar en la situación, pero ahora los recuerdos de la explosión vuelven sobre él como un huracán ¿Es acaso el destino, que lo persigue para terminar con él un trabajo que no pudo concluir en aquella misión en Beijing? Una gota de sudor surca su sien derecha. Respira hondo, lleva el aire al estómago ensayando los ejercicios de Tai Chi con los que solía controlar la tensión y aumentar la virilidad. Enjuga el sudor con una de sus mangas, y avanza determinado sobre el artefacto. Lo toma con cuidado y lo deposita sobre una de las butacas. Lo observa detenidamente, necesita reconocer el modelo, necesita pensar, aprieta sus ojos rasgados y luego los abre, tanto como puede un oriental. El despertador Junghans le arroja algún indicio. Cierra los ojos nuevamente y piensa, intenta recordar.
Eleodora se esfuerza por observar desde la baranda lo que sucede con Xiao en el palco opuesto. Mientras, una oscura figura se acerca sigilosamente por detrás de nuestra escritora. Un fez rojo emerge a la luz de entre las sombras y el puñal que lleva en la diestra emite un tenue destello.
Eleodora percibe el brillo del puñal por sobre su hombro derecho, aguza los oídos y un imperceptible crujido en la madera del suelo le proporciona la distancia exacta del sujeto. El Topo queda inmóvil un momento, tratando de adivinar si fue descubierto, pero Eleodora sigue observando hacia la sala asomada a la baranda del palco, distraída. Lo que el Topo no sabe es que Eleodora está esperando que se acerque cuarenta y cinco centímetros más, para estar a la distancia justa en que pueda girar y estamparle los cuatro nudillos de su poderosa derecha en la frágil mandíbula del agente. Uno de sus golpes preferidos, con el cual en una ocasión dejó inconsciente al mismísimo Mariano Carrera.
El Topo necesita eliminar cualquier posibilidad de ser identificado, entonces se decide a avanzar sobre Eleodora, pero la puerta detrás de él se abre de un golpe y aparece encajado en el marco la figura enorme de Rinat Dasayev. Este se abalanza sobre el Topo, le toma la mano que lleva el cuchillo, le rompe cuatro dedos, con un lance de judo lo arroja al piso y luego lo orina, mientras le dice en un claro ruso, que Eleodora como buena políglota entiende -¡Jamás a una dama!-
Eleodora observa fijamente a Rinat, que no se vuelve hacia ella hasta haber subido el cierre de su pantalón. Entonces le pregunta si se encuentra bien. Eleodora sabe que hubiera podido ella sola con el Topo, pero algo le indica que lo mejor es fingir cierto temor y agradecer a Rinat el haberla salvado. Ambos se miran y se produce un silencio. Eleodora esgrime una mirada magnética y Rinat esta vez no puede evitar que sus pupilas se dilaten y su pulso se acelere.
Aristóbulo continúa corriendo por el pasillo interior intentando salvar la comida. Jadea y las piernas le pesan. Ve una puerta entreabierta e ingresa a la carrera. Se encuentra de repente con un individuo agachado y pensativo frente a un artefacto ¡Es Xiao! En medio de la carrera y abordado por la sorpresa su pie tropieza con el marco de la puerta y cae hacia adelante en un movimiento idéntico al Tarzán de Johnny Weissmuller cuando se zambullía en el río.
Desde la sala del Colón se ve caer del palco una lluvia de pochoclos y nachos. Xiao no grita solamente porque no tendría ni siquiera la absurda satisfacción de escuchar su propio grito.
Pero no hubo explosión.
Aristóbulo se encuentra tirado boca abajo sobre una butaca destrozada en la que unos segundos antes había una bomba. Se incorpora como puede. Junto con Xiao observan la masa explosiva transformada en una especie de pizza junto a un despertador Junghans completamente destrozado.
Xiao nunca imaginó que se podía desarmar una bomba destruyendo de esa manera el detonador. Se acerca a la masa, toma un trozo entre su pulgar e índice, la huele y murmura para sí en chino “Debí imaginarlo, es de la vieja escuela, usaron levadura”.
En el palco opuesto dos sombras se hace una, y un brazo como el cuello de un cisne deja caer una mano que se posa firmemente sobre una nalga masculina.
domingo, 15 de diciembre de 2013
Una noche en el Colón - Parte II
En la puerta del teatro uno de los botones asiste a los concurrentes a medida que van ingresando. Se trata de Elpidio López, un moreno bonachón con rasgos indígenas, de corta estatura pero tan robusto como cordial. Al ver llegar a Eleodora la saluda efusivamente, y luego extiende la bienvenida a sus acompañantes.
La amistad entre Eleodora y Elpidio se remonta a unos cinco años atrás, un día en que nuestra escritora se encontraba recorriendo Parque Chas en busca del único mercado de Buenos Aires en el que aún puede conseguirse Ferro-China Bisleri, una de sus bebidas preferidas.
Eleodora se hallaba perdida en los vericuetos de Parque Chas, donde los mapas, brújulas y teléfonos con GPS se vuelven completamente inútiles y donde abundan esos bromistas que gustan de dar malas indicaciones por el simple placer de la malevolencia. Parque Chas es una suerte de triángulo de las Bermudas, donde se dice que un portal a otra dimensión retiene en el limbo a una multitud de aventureros que se adentraron en sus calles y nunca regresaron. Aquellos que dejaron solas a sus mujeres son duramente acusados de abandono del hogar y se los suele imaginar inmersos en una vida libertina bajo una nueva identidad. Aunque creo firmemente que fueron tragados por el mismo Parque Chas, y se encuentran perdidos en algún fantasmagórico corredor sin tiempo.
Eleodora había aceptado el desafío de internarse en el barrio y enfrentar la aventura prescindiendo de toda ayuda y orientación. Y fue tanto lo que caminó que luego de varias horas se encontró recorriendo las calles de Barrio Obrero, en el interior del partido de Lanús. Nunca notó haber cruzado Puente Alsina, por lo que supone que algún agujero de gusano fue abierto en alguno de los extraños e imposibles ángulos que forman las esquinas, y que dicha apertura del espacio-tiempo la dejó directamente allí. Mientras perseveraba en su intento de orientarse vio a un fornido muchacho transpirando debajo de una pesada bolsa de cemento portland. Se trataba de Elpidio. Descargaba él solo un camión que llevaba al menos treinta bolsas más. Eleodora se ofreció a ayudarlo y lo que al principio fue incredulidad de parte de Elpidio se transformó en sorpresa cuando pudo comprobar con qué facilidad Eledora manipulaba las bolsas sobre su espalda. Eleodora maniobraba el peso del cemento como si se tratase de un gato pequeño. En su humildad y para no desmerecer a Elpidio, decidió no demostrar de qué manera solía equilibrar hasta tres bolsas sobre sus trapecios, mientras ejecutaba un fragmento de baile y zapateo de “Cantando bajo la lluvia”.
En retribución por su ayuda, Elpidio la guió hasta un local cerca de la estación Lanús donde podía conseguir cualquier tipo de bebida. Allí Eleodora se surtió de Ferro-china, y también de Hesperidina y Pineral. Ese fue el comienzo de una grata amistad.
Elpidio mira a Aristóbulo y le comenta que no van a permitirle ingresar tal como está vestido. Piensa unos segundos y dice conocer muy bien al vestuarista del teatro; quien quizás pueda conseguirle un atuendo más apropiado.
Sin embargo Aristóbulo parece distraído y lejano a la conversación. No deja de observar a un pequeño moreno y regordete, de lentes con marco redondo y oscuro, que acaba de ingresar.
-Un marroquí- se le escapa en voz alta. Eleodora lo mira con curiosidad. Aristóbulo sigue absorto en un mar de deducciones que va corroborando mentalmente a partir de una detenida observación. Se acerca algo preocupado a Eleodora y le dice al oído
-Eleo, seguite de cera a ese marroquí, se me hace que no viene a escuchar el concierto, no estoy seguro pero creo que va para quilombo
-¿Cómo sabés que es marroquí?
-Por el fez rojo en su cabeza
Eleodora duda. Aristóbulo tiene una habilidad sorprendente para las deducciones, pero suele fallar con demasiada frecuencia. Aún así lo toma muy en serio, además le debe varias apariciones salvadoras.
Aristóbulo se aleja con Elpidio en dirección del depósito, donde un anciano octogenario le busca un frac. Después de rebuscar por varios minutos, el anciano da con la prenda apropiada: Un frac elegante que fue usado en alguna ocasión nada más ni nada menos que por Pavarotti.
Eleodora no pierde de vista al marroquí, y le indica a Xiao que ingrese en busca de los lugares que tienen asignados. Xiao no la escucha, pero puede leer la orden en los labios, y sin mediar palabra se interna diligente en la sala.
Mientras Xiao avanzaba por uno de los pasillos, un oscuro personaje fija la vista en el chino. Se trata de Rinat Dasayev, un ex agente de la KGB. Rinat reconoce al instante el andar tan particular de Xiao, en el cual adivina imperceptibles resabios de la marcha característica que el servicio secreto chino ejecutaba en sus desfiles (el servicio secreto chino dejó de marchar en desfiles hace ya varios años, desde que cayeron en la cuenta de que la participación en estos eventos iba en detrimento del anonimato de sus agentes). Rinat se fija ahora en los dedos de Xiao y nota una decoloración característica producto de los explosivos a base de polvo de hornear; no necesita más para confirmar que Xiao es un camarada del servicio secreto. Rinat repasa en rápidamente en su mente cerca de tres mil fotografías de agentes aliados que memorizó durante el servicio y reconoce claramente la de Xiao. Memorizar imágenes es una práctica habitual en los agentes, pero con los orientales la dificultad crece considerablemente ya que distinguirlos no es tarea fácil. Sin embargo la agudeza de Rinat es implacable; una perspicacia reconocida dentro de las mismas filas de la KGB, donde despertaba gran admiración; una sagacidad envidiada por sus compañeros y superiores y temida por sus adversarios; una habilidad extraordinaria a la que sin embargo se le escapa un único detalle: que Xiao es completamente sordo.
Rinat sigue a Xiao por el pasillo, se le acerca por detrás y le susurra -Camarada, no se de vuelta- Xiao continúa sin notar absolutamente nada -No tengo tiempo para explicarle, notará por mi acento a qué servicio pertenezco; necesito su ayuda; esta noche habrá un atentado; buscamos al “Topo”; le pido que esté atento; ya le daré más información-
Xiao nota a alguien demasiado cerca sobre su espalda y un aliento tibio cerca de su oreja. Se siente acosado sexualmente, gira la cabeza levemente y nota a un hombre caucásico y de pelo castaño oscuro, ya mayor. Aunque no es de su gusto se siente halagado, sin embargo se apura a tomar distancia y llegar a su asiento. Rinat queda conforme y confiado en la ayuda de Xiao.
Rinat Dasayev fue forzado a jubilarse tempranamente en la KGB. Era un apasionado del fútbol y excelente arquero. La KGB aprovechó sus habilidades deportivas para infiltrarlo en la selección soviética que participó en el mundial de fútbol de Mëxico’86, donde tuvo un gran desempeño como portero titular. Su misión era establecer contacto con un agente que oficiaba como utilero de la selección belga, del cual debía recibir importantes datos sobre bases secretas de la OTAN en el centro de Europa, casas de empeño en Oriente medio y cantantes tiroleses.
Luego del partido de cuartos de final, en el cual La Unión soviética perdió frente a Bélgica por cuatro tantos contra tres, Rinat se encontró con el belga en uno de los pasillos que unen ambos vestuarios. Cuando Rinat Dasayev le extendió la mano a modo de saludo, el utilero inscribió en su cara una sonrisa socarrona y le marcó el número cuatro extendiendo los dedos de su mano derecha y ocultando el pulgar, haciendo alusión a los cuatro goles que había sufrido el ruso en su propia valla. Como si fuera poco, con la mano izquierda en forma de puño con el hueco del pulgar hacia el estómago, realizó un vaivén hacia adelante y atrás que hacía entender que los rusos habían sido objeto de una vejación sexual. Entonces Dasayev le tomó la mano derecha, le fracturó los cuatro dedos, luego le aplicó un lance de judo arrojándolo al piso, y por último lo orinó. Rinat se retiró indignado y sin la información convenida. La historia de la guerra fría quizás hubiera tomado un rumbo distinto si no hubiera mediado la pasión del ruso por el fútbol, y quizás los cantantes tiroleses hubieran escarmentado tras una justa persecución.
Luego del incidente Rinat fue dado de baja convirtiéndose en el jubilado más joven de toda la unión soviética. Para entonces tenía apenas veintinueve años. Pero decidió continuar trabajando por su cuenta y dedicó el resto de su vida a perseguir al “Topo”, un agente marroquí que durante la guerra fría trabajaba para la CIA. Nadie jamás había visto al Topo y algunos lo tomaban como una leyenda. La única confirmación real de su existencia fue dada por el inspector Squirrel, de la CIA, que oficiaba de contacto entre el Topo y la agencia. Se dice que el Topo marroquí y el inspector Squirrel trabajaron juntos en una gran cantidad de misiones, llegando a un nivel de eficacia temible dentro del mundo del espionaje. Finalizada la guerra fría, caído el muro de Berlín y tras el inicio de la primera emisión de Los Simpsons, el Topo abandonó todo contacto con la agencia y comenzó a trabajar por su cuenta como agente mercenario. Squirrel nunca accedió a brindar información de su antiguo contacto y nunca se supo qué aspecto tenía el Topo ni para quién podría estar trabajando, probablemente fuera para el mejor postor.
Aristóbulo deja el depósito haciendo gala de su frac. En el camino se cruza con algunas señoritas a las que les sonríe, mientras se escupe una mano para luego peinar sus escasos y largos cabellos. Xiao espera paciente en su butaca, y Eleodora se interna por un oscuro pasillo tras el marroquí. En una de las vueltas parece perderlo, pero nota que se escabulló por un hueco de ventilación en la pared. Eleodora, sin dudar, ingresa también en ese hueco, recorre apenas un par de metros a gatas y sale a un pasillo más grande en forma de cueva, mugroso y con agua hasta los tobillos.
jueves, 5 de diciembre de 2013
Una noche en el Colón - Parte I
Los relojes marcan las nueve y la luna llena brilla en un firmamento sin nubes. Un Valiant III color blanco se detiene frente a la entrada principal del teatro Colón. Los carteles anuncian una velada extraordinaria de música, con la orquesta nacional ejecutando la sinfonía número cuatro “Non ho sentito un corno” del prodigioso Giuseppe Bordón, para corno francés y orquesta. Giuseppe Bordón es considerado un maestro de los silencios. De hecho, lo más valorado de toda su prolífica producción son los largos intervalos sin notas, los cuales abundan en todas sus obras.
En la puerta del teatro, una pareja que se encuentra a punto de ingresar vuelve sobre sus pasos para observar, incrédulos, el carromato blanco que ronronea sobre la acera a escasos metros. El conductor del Valiant siente la presión de las miradas, recorre su cuerpo ese nerviocillo del artista que no quiere defraudar a su público, entonces bombea varias veces el pedal del acelerador y el motor dos veinticinco de seis cilindros ruge como un león. Satisfecho, el Valiant vuelve a regular con suavidad.
De los asientos traseros del auto blanco descienden Xiao Ming por la izquierda y Aristóbulo por la derecha. Ambos se aprestan a ubicarse frente a la puerta del acompañante a modo de escolta. Xiao observa suspicaz hacia los puntos estratégicos donde podría ubicarse un francotirador, no porque sospeche alguna amenaza sino por simples gajes del oficio. Entre tanto, Aristóbulo clava la mirada sobre un escote rojo carmín que se balancea a cuarenta metros y acercándose. Xiao viste de elegante frac y Aristóbulo lleva pantalón de cuero negro, zapatillas Champion al tono y camisa violeta al estilo Elvis con tachas plateadas en el cuello. Desde la entrada del teatro los curiosos dirigen la mirada sobre esa puerta del Valiant que aún no se ha abierto. Solamente se distingue un brazo femenino que descansa apoyado sobre el exterior de la carrocería, la muñeca plácida sobre el marco de la ventanilla y el codo cayendo por fuera lánguidamente, como el cuello de un cisne con modorra. Finalmente la puerta del auto se abre y se alcanza a escuchar el fragmento final del diálogo con el conductor: -... el Loco Di Palma corría en uno de estos; tenés que abrirle más nafta al carburador; te come la vida pero tira que da calambre; si no lo vas a pisar cambialo por una renoleta-. Del auto baja finalmente Eleodora, con vestido de gala, Xiao y Aristóbulo se ubican a su lado y avanzan juntos hacia la puerta del teatro.
Xiao Ming es sobrino de la servicial y perseverante anciana que vende los Carlos Luna de terracota en el barrio chino; la misma que siguiera a Eleodora hasta el Impenetrable chaqueño. Xiao llegó de China poco tiempo después de dejar el servicio secreto de su país. Recibió la baja debido a la pérdida total de la audición, la cual compensa a medias con una admirable habilidad para leer los labios. Con frecuencia nos suele recordar, mientras eleva sus ojos rasgados hacia el cielo, que su lectura preferida es Angelina Jolie.
Estando Xiao de servicio en Beijing, intentó desarmar un artefacto explosivo compuesto por una mezcla de clorato de potasio, azufre y polvo de hornear. Un error en la maniobra provocó la explosión de la que salió milagrosamente en una sola pieza, aunque le provocó la pérdida del cincuenta por ciento de la audición. Cuando se me ocurrió preguntarle a Xiao por qué usaban polvo de hornear en la mezcla explosiva éste contestó “es obvio, en reemplazo de la levadura”, luego de lo cual opté por no seguir preguntando.
Xiao perdió el resto de la capacidad auditiva frente a un altoparlante en un recital de The Offspring, banda que solía escuchar con fruición. Cuando quedó irremediablemente sordo tomó tal rencor a la banda que decidió con toda su firmeza china no volver a escucharla jamás.
Eleodora cree que Xiao perdió algo más que el oído. No quiso preguntarle por qué deseaba tanto ir a un concierto el cual no puede escuchar. Es que Xiao es una persona muy orgullosa y por lo general no admite su sordera.
Cuando Xiao dejó el servicio secreto cayó en una depresión que los médicos atribuyeron a la falta de adrenalina. Fue entonces cuando decidió ir en busca de aventuras. Mientras barajaba la posibilidad de viajar a Oriente Medio (al que en China llaman Occidente Medio), una carta de su tía donde contaba las vicisitudes de una extraña ciudad americana lo decidió a trasladarse allí. Y así fue que Buenos Aires lo recibió con su habitual calidez, notada por Xiao cuando bajó del avión, quien expresó en su lengua natal -¡Qué humedad de mierda! Esto es peor que Vietnam-
En casa de su tía conoció a Eleodora, a quién acompañó en distintas aventuras que le proporcionaron una nueva fuente de emoción. Se lo escuchó varias veces decir que “Pasear con Eleodora es más peligroso que perseguir a un agente del Mosad por Tel Aviv”. Al respecto, Xiao contaba que el servicio secreto chino jamás pudo infiltrar a sus agentes en Israel. A pesar de entrenarse aprendiendo cada detalle de la cultura israelí, de dominar a la perfección el hebreo y el yiddish y conocer cada palmo de la Torah y el Sidur, nunca lograron disimular sus ojos rasgados. Utilizar una personalidad suspicaz para disimular sus particulares facciones lograba demorar el descubrimiento algún tiempo, pero siempre quedaban en evidencia, perdiendo así una infinidad de agentes en dicha región.
jueves, 7 de noviembre de 2013
Orgullo
lunes, 21 de octubre de 2013
Eleodora héroe de la comunidad china
Eleodora se encontraba en el supermercado chino reponiendo parte de su arsenal alcohólico. Luego del episodio del Carlos Luna de terracota se hizo muy conocida en la comunidad, donde comenzó a ser muy bien recibida. Tanto fue así, que el dueño del supermercado consigue las poco comunes botellas de Hesperidina especialmente para ella.
Eleodora había llenado con botellas dos canastos y llevaba uno en cada mano. Prefiere los canastos a los carritos porque le permiten mantener en forma sus hombros, esenciales para acarrear bolsas de cemento portland.
Eleodora se acercó a la caja y estaba por apoyar los canastos en la mesa donde se encuentra el lector de códigos de barra, cuando un individuo la quitó de enmedio de un empujón, se adelantó y se ubicó delante de ella frente al cajero, dándole la espalda.
Eleodora le gritó indignada -Yo estaba primera ¿Qué te colás, pelotudo?-
El tipo se dio la vuelta. Se trataba de un hombre caucásico, rubio, de poco más de un metro noventa y con una contextura física similar a un ropero. Sus ojos se encontraban casi reducidos y ocultos tras dos pómulos de concreto y una frente acorazada, y su mandíbula sobresalía como la de un bulldog. Llevaba un cigarrillo sobre la comisura derecha, los labios casi inexistentes y una pistola Ballester Molina del cincuenta y tres bien aferrada a su diestra, con la cual ahora apuntaba a Eleodora.
Eleodora no se amedrentó y le volvió a gritar en la cara -¿Escuchaste boludazo? Yo estaba primera- El rubio pareció abrir un poco los ojos, como sorprendido, pero reaccionó levemente con un -Esto es un asalto-
Eleodora entonces replicó usando una voz grave y tonta, con acento arrastrado, acentuando un tono idiota al llevar las comisuras hacia abajo y los labios hacia adelante, con evidente intención de estar imitándolo -Esto es un asalto, esto es un asalto- Y luego continuó con su propia voz -Ya sé, estúpido, eso te da cierto poder para que el chino te de la guita, pero no te da derecho a colarte; dejame pasar, pelotudazo-
En el rubio operaba un desconcierto tal, que lo mantenía paralizado, con el índice firme sobre el gatillo de la pistola, pero inmóvil.
Como si de un duelo se tratase, Eleodora desenfundó su mirada más fiera; tras lo cual el chino, que estaba detrás del rubio, tuvo que cerrar los ojos al no poder soportar esa visión. Detrás del chino, una botella de Campari se rajó a la mitad y cuatro cajas de caldo de verdura cayeron al piso.
El rubio soltó dos lagrimones debido al ardor en los ojos, provocado por la mirada de Eleodora. Pero era duro, muy duro. Entonces aspiró profundo a través del cigarrillo, cuya punta se encendió como una antorcha, levantó el arma y la apuntó directo a la cara de Eleodora.
De repente se oyó un barullo confuso que provenía de la puerta. Alguien había entrado rauda y atropelladamente, atravesando las tiras de plástico multicolor que colgaban de la entrada formando una cortina.
Era Aristóbulo, que de algún modo se había percatado del peligro que acechaba a su prima.
Entró a la carrera traspasando la cortina, pero un manojo de tiras se habían enredado en sus brazos convirtiéndose en nudos a la altura de sus axilas. Debido al apuro y el sobrepeso no pudo controlar su entrada; no logró detenerse y pasó de largo perdiéndose entre las góndolas y arrancando de cuajo la cortina, la cual se llevó completa y a la rastra por el piso.
El rubio quedó, una vez más, inmóvil, sorprendido, petrificado.
De repente, el chino, el rubio y Eleodora vieron emerger de la última góndola a Aristobulo, gordo, con bigotes a lo Pancho Villa, lentes grandes y oscuros, cadena de oro al cuello, camisa de colores, pantalón corto y medias de toalla metidas en dos ojotas.
Se acercó al rubio ensayando un paso altanero y elegante, el cual fue malogrado por la cortina de plástico que aún arrastraba colgando de sus hombros. Aristóbulo, rápidamente, descubrió desde su espalda su mano derecha portando un desodorante que había tomado de una de las góndolas, con un golpe de palma de la mano izquierda le quitó la tapa, a la manera de los pistoleros del viejo oeste, y lo apuntó a la cara del ladrón. Cuando intentó vaporizar el contenido sobre los ojos del rubio ¡Que sorpresa se llevaron todos! Se trataba de un desodorante a bolilla.
El rubio parecía una estatua viviente. Era tanto lo que no podía procesar en su cabeza que se hallaba en una especie de cortocircuito neuronal, y no reaccionaba.
Ahí fue cuando Eleodora aprovechó la oportunidad, se colgó de los hombros del gigante por la espalda, pateó con ambos talones la parte trasera de las rodillas del rubio y éste se desplomó al piso. Mientras el tipo caía, Eleodora le quitó de la mano la pistola Ballester-Molina y la guardó en su cintura a la altura de la espalda.
En ese preciso instante llegaron los dos policías que terminaron de reducir al ladrón, el cual todavía no reaccionaba. El rubio miraba fijo sin poder creer lo que había sucedido y por momentos parecía querer despertar de una pesadilla.
Eleodora volvió a su casa contenta, ya que el chino se negó a cobrarle la Hesperidina.
Cuando llegó puso en el tocadiscos Mano a Mano, por Julio Sosa; se sirvió un trago; y cuando se sentó y apoyó la espalda en el respaldo de la silla para relajarse, sintió un bulto y se dió cuenta que todavía llevaba en la cintura la Ballester-Molina del cincuenta y tres.
jueves, 17 de octubre de 2013
La lujuria
Quizás Evagrio “el agrio” decidió declarar la lujuria pecado capital para fomentar el alfabetismo. En una época en que pocos sabían leer, la sociedad se dividía entre los que leían y los que … no leían.
No hay que confundir “pecado capital” con “pecado mortal”. Un pecado se denomina “capital” en el sentido de ser el origen de otros pecados. Y tampoco hay que confundir esto del origen con “pecado original”, que no está relacionado con la lujuria sino con el conocimiento del bien y el mal, la famosa manzanita.
Ahora, Adán y Eva estando en un paraíso con una temperatura moderada, al aire libre, solos y en bolas, con el pastito cortado y todo eso ¡Se condenaron para toda la cosecha por el conocimiento del bien y del mal!
Resulta decepcionante, al menos para mí, que el pecado original no haya sido la lujuria… ¡Daba!
Bien hubiera garpado nacer ya condenados por culpa de dos que se dieron con todo. Por el conocimiento los banco, pero por una buena revolcada los hubiese bancado dos veces.
Por otro lado, parece que estos dos eligieron el conocimiento y fueron condenados, pero aquellos que prefieren la lujuria también. Sinceramente, a alguna religiones no hay actividad que les venga bien.
Cuando comencé a buscar qué se entiende por lujuria me encontré con distintas acepciones. La primera que encontré fue “deseo sexual desordenado e incontrolable”. Lo de “desordenado” es un detalle discutible ya que no hay nada más ordenado que una orgía, donde organizarse resulta de suma importancia.
También me encontré con otros usos que aplican sobre conductas mucho menos felices (no sé si una orgía es algo feliz, pero mi imaginación así lo sugiere con total determinación).
Entonces seguí buscando y llegué hasta una idea bastante interesante: "Dante Alighieri consideraba que lujuria era el amor hacia cualquier persona, lo que pondría a Dios en segundo lugar".
No es de extrañar que este concepto provenga de un alma profundamente cristiana, pero tampoco extraña que venga de un poeta, ya que incorpora una potencia idílica colosal.
Entonces, para el Dante, la lujuria sería pecado capital, nada más ni nada menos, que por desplazar a Dios de la cima del amor del hombre.
De hecho, el primer mandamiento es “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Pero así como un solitario vello púbico tracciona más que un par de animales de tiro, el amor por un ser terrenal es capaz de dejar a dios abandonado en un mundo supralunar cerrado en temporada baja.
Este dios despechado no es relegado necesariamente por egoísmo, porque el amor desmedido puede ir un paso más relegando incluso el amor a sí mismo, en un sentimiento despojado completamente de egoísmo.
¡Vamos! ¿Cuánto pecado puede haber en esto?
En fin, quien haya alguna vez amado de la manera que digo, bien sabrá que no hay fuego eterno que haga temblar la determinación de un amante así. No hay promesa de eterna felicidad que venga a sobornar a un ser apasionado para que abandone su sentimiento. Quien posee una pasión así, bien sabe que hay algo más preciado que la felicidad de pasearse sobre nubes de algodón con una sonrisita modosa por toda la eternidad, aún si esa pasión responde a una realidad mezquina que desgarra el alma.
Entonces no me queda otra que declararme pecador de una tremenda lujuria; un pecador pertinaz e incapaz de arrepentimiento, aunque el goce fugaz que se fue tras el desencuentro me lleve al injusto infierno del otro mundo; y aunque también me condene a cocinarme a fuego lento en lo que de este mundo quede.
martes, 8 de octubre de 2013
Prejuicios
lunes, 30 de septiembre de 2013
Ella se lo pierde
Pero bueno, ella no es una piba, dejala. Ella se lo pierde … Perdón que te pregunte esto, pero ¿Pensaste si a lo mejor es que no le gustás?
domingo, 29 de septiembre de 2013
Eleodora traductora
No todos los trabajos de Eleodora están relacionadas con la escritura. Algunos tienen que ver con actividades culturales o artesanales, como la construcción, la tornería mecánica o la fundición de metales. También las hay otras que rozan con el bajo mundo del delito, permaneciendo convenientemente en secreto.
Entre las características salientes de Eleodora se cuenta su habilidad para dominar con poco esfuerzo cualquier idioma; hecho que la convierte en una de las más brillantes políglotas que el mundo jamás haya conocido. Tuve la oportunidad de escucharla dominar idiomas tan extraños como el birmano, el malayo e incluso los dialectos de los pueblos más recónditos de Oceanía. Aunque, a decir verdad, no podría decir si los sonidos guturales de su demostración eran las palabras de un idioma primitivo, o simplemente un hueso de pollo atorado en su esófago. Sin embargo, jamás me atreví a dudar de su honestidad.
Eleodora dice que no hay idioma que se resista; e insiste en que basta con aprender los modismos de los adolescentes, quienes suelen reducir la riqueza de cualquier idioma a una veintena de palabras chotas, con las cuales se las arreglan para comunicar casi cualquier cosa; incluso, cualquier cosa.
Sin embargo, Eleodora posee claramente un don que le valió una importante participación en la Convención de las Naciones Unidas para la prohibición de armas químicas, que se desarrolló en septiembre de dos mil uno en La Haya.
Eleodora fue convocada para asistir al primer ministro de Bután, Samtse Chang, como traductora del idioma dzongkha.
Samtse llegó a la ONU sin traductor propio dado que la dura vida en Bután, la cual basa su economía en la emisión de raros sellos postales para coleccionistas, llevó a aquellos pocos que dominaban algún otro idioma a huir al extranjero. Entre los que escaparon de la austeridad de Bután se cuentan, incluso, cuatro ministros y un príncipe.
El paso de Eleodora por la ONU trajo algunas consecuencias internacionales que permanecieron en secreto durante más de diez años, las cuales hoy tengo el permiso de revelar.
Los hechos que voy a relatar se desarrollaron durante el segundo día de debates en Naciones Unidas.
Promediando el discurso de Mr Alan Muck, representante norteamericano, se produjo una discusión subida de todo que motivó una pausa con refrigerio alcohólico con el fin de calmar los ánimos. El señor Muck había acusado a Burundi de llevar a cabo un reciente ataque con armas químicas sobre las tropas norteamericanas en suelo burundés. Muck tuvo que admitir una incursión encubierta norteamericana, que pretendía destruir una fábrica de frazadas que competía deslealmente con la industria textil de EEUU; pero a la vez afirmaba que esto no daba licencia a Burundi para que su fuerza aérea utilizara armas químicas contra soldados norteamericanos.
El primer ministro de Burundi aclaró que lo que Muck llamaba fuerza aérea, era en realidad dos Grumman a hélice de 1968 que Burundi utiliza para fumigar sus campos; y que lo que llamaba armas químicas eran aguas servidas, con las cuales habían rociado a los invasores con el fin de disuadirlos, cosa que habían logrado con gran éxito. Entonces, el primer ministro de Burundi selló su descargo haciendo pasar reiteradas veces su dedo índice derecho por el centro de un círculo formado por índice y pulgar de la otra mano. Cuando la traducción del gesto llegó a los auriculares de Mr Muck, éste intentó arrojarse sobre el burundés y tuvo que ser reducido por los representantes de Brasil y Panamá, mientras el de Uruguay reía muy divertido y se cebaba un mate.
Durante la pausa forzada, y entre trago y trago, Eleodora acompañaba al primer ministro Samtse traduciendo todas sus conversaciones. Una hora más tarde Samtse ya estaba bastante ebrio y aburrido, y mediante una seña hizo que su guardia trajera a su esposa Jetsún para que Eleodora la conociera. El guardia de Samtse era un malayo que no hablaba una palabra de dzongkha, pero era gran aficionado a los sellos postales y era el único que había aceptado el pago en estampillas de Bután.
Jetsún apareció tomada fuertemente del brazo por el malayo. Era una hermosa joven de no más de dieciseis años, y se veía aterrada. Samtse hizo las presentaciones y luego comenzó a contar un chiste sobre un japonés, un alemán y un butanés que se tiraban de un avión, pero antes de llegar al remate empezó a reír a carcajadas hasta casi asfixiarse; entonces tosió y se volvió para escupir en una maceta que tenía a sus espaldas.
En el breve lapso en que Samtse dió la espalda al grupo, la joven Jetsún se acercó al oído de Eleodora y le susurró en dzongkha “Ayudame a escapar, me compró y es malo, me golpea demasiado”; una lágrima escapó de sus ojos y empezó a recorrer sus rosadas mejillas, pero la niña la enjugó con su mano justo antes de que Samtse la viera.
Eleodoro notó algunas quemaduras de cigarrillo en el brazo de Jetsún y estalló en ira, sin dejar de mostrarse imperturbable. El cerebro de Eleodora se activó en su capacidad plena, pensando y proyectando distintas acciones que se abrían como las ramas de un árbol infinito. Los afilados circuitos de Deep Blue pudieron haber vencido a Gari Kasparov, pero ante una Eleodora que exploraba incontables movimientos buscando una salida para Jetsún, hubiera quedado reducida a la caja registradora de una mercería.
Los minutos transcurrían y Eleodora no encontraba ningún plan que arrojara un final conveniente. Entonces decidió echar manos a la obra improvisando una ligera venganza.
La noche anterior había conocido a Mbutu, un gigantesco moreno que trabajaba como guardaespaldas del primer ministro de Togo. Mbutu tenía una entrada extra de dinero descolgando cocos de las palmeras, cosa que lograba a fuerza de cabezados sobre la base del tronco. Ambos habían conversado animadamente. Entre risas, Mbutu se había confesado adicto al sexo violento y sin restricción de género ni número. Eleodora incluso había notado que Mbutu llevaba siempre una linterna de minero en su bolsillo, o bien poseía un miembro de proporciones ciclópeas. Juzgó con acierto que esto último era lo más probable.
En ese preciso momento Mbutu se encontraba a escasos cinco pasos del grupo, y el primer ministro butanés en cualquier momento se vería en la necesidad de vaciar su vejiga después de semejante ingesta alcohólica.
Eleodora se alejó por un instante de la pareja butanesa y se acercó al moreno. Lo saludó cariñosamente y le dijo en perfecto idioma Kabiye: “El gordo aquel es mi jefe y me pidió que te hable. Le gustás y quiere que lo sigas al baño cuando él vaya; que le tapes la boca y le propines sexo violento; y que no te detengas a pesar de su resistencia. A él le gusta así. También me aseguró que si lo hacés bien, el gobierno de Bután va a favorecer a Togo en toda votación de Naciones Unidas mientras dure su mandato”.
El guardaespaldas esgrimió una sonrisa que dejaba ver dos hileras de dientes intimidantes, y se dispuso a seguir las instrucciones de Eleodora al pié de la letra.
Tal como Eleodora había calculado, dos minutos después Samtse se dirigía tambaleante en dirección al baño. Caminaba seguido de cerca por Mbutu. Cuando ambos entraron al baño Eleodora se apostó en la puerta haciendo guardia. Mientras estuvieron encerrados se acercó el canciller Suizo, caminando con el paso apretado y presionando con la mano su bragueta, pero Eleodora lo derivó hacia otro servicio.
Luego de quince minutos Samtse salió del baño pálido y aterrado. Eleodora estaba preparada para tergiversar en su traducción cualquier declaración del butanés apenas comenzara el escándalo. Sin embargo, el funcionario no emitió ni un sólo sonido; y como pudo y rengueando, se dirigió nuevamente al recinto de la convención donde permaneció con la mirada perdida y los ojos lacrimosos; siempre de pié. Eleodora lo siguió expectante y cuando la convención volvió a sesionar, ella prosiguió con su traducción al dzongkha como si nada hubiera pasado.
Eleodora estaba casi satisfecha con su venganza, pero además necesitaba liberar a Jetsún. Las elucubraciones comenzaron a centellear en su cabeza, mientras en simultáneo traducía al dzongkha cada uno de los discursos de los representantes que pasaban por el estrado.
El representante de Togo era el último conferencista para la región africana, y había comenzado con un reclamo acerca el abuso de las grandes potencias sobre los países periféricos. Entonces Eleodora decidió jugarse a todo o nada.
Adulteró su traducción del discurso del funcionario togolés para Samtse usando las siguientes palabras: “Sabemos que en Asia compran y violentan a las mujeres. Las naciones africanas no tenemos poder político ni militar como para terminar con ese tipo de abusos; pero nuestros hombres encontrarán la manera de atacar y vejar a todos y cada uno de los representantes asiáticos, uno por uno, violentándolos cuando menos lo esperen, reiteradamente y sin descanso, sin piedad, así como lo hemos hecho en otras oportunidades; hasta que dejen en paz a sus mujeres. Es el deber de una región que ha sido bendecida con el poder de sus miembros. Que África sea una y sus hijos logren vengar a las desdichadas esclavas del Asia”.
Junto con esta falsa traducción de Eleodora, el representante de Togo terminaba su discurso alentando a resistir a las grandes potencias, provocando que todos los diplomáticos africanos estallaran en aplausos, de pie y emitiendo enfervorizados gritos de guerra.
La cara del butanés estaba completamente pálida, sudaba a chorros y mostraba una mueca desencajada. Dejó el recinto casi corriendo. A los diez minutos el guardia malayo lo conducía hacia el aeropuerto. Huyó dejando la convención y a su esposa, y se volvió a Bután. Nadie supo explicar por qué se había retirado prematuramente sin su mujer. Tampoco hubo demasiadas preguntas. Jetsún quedó libre en La Haya donde consiguió asilo político.
A partir de entonces, Bután apoyó de manera sistemática a cada uno de los países africanos en toda convención internacional; costumbre que continuó incluso después de que Samtse dejó la vida política.
martes, 24 de septiembre de 2013
Putéen como corresponde
Imagino dos motivos.
El primero por una cuestión de decoro. Sin embargo “putear decorosamente” es, en el mejor de los casos, un bonito oxímoron. Llámenlo contradicción si prefieren una visión más negativa y real del asunto.
Cuando uno putea tiene el sagrado deber de hacerlo con la convicción del que arroja sus entrañas por la boca. La puteada es un agravio que no admite tibiezas. Putear es para los que tienen las verijas (o la cajeta, para ser pluralistas) bien insertas en el lugar que les es natural.
Si el insulto produce cierto prurito, entonces a ser consecuentes y asumir la actitud modosa con la dignidad de un “Tonto”, o a lo sumo ir a fondo con un “Imbécil”.
El segundo motivo que imagino es por simple pereza.
A esta altura ya admito un “k” en lugar de un “qué”, pero no admito un “RHDP” en lugar del digno “Reverendo hijo de puta”. El insulto no se abrevia; se vive letra a letra; como una patada a la ingle que se realiza utilizando todas las articulaciones y sin escatimar la expresión de odio.
La puteada es una expresión que nace del más profundo sentimiento, como la mejor de las historias de amor. Imaginen un “Se vieron, se dieron un beso y vivieron felices” ¡Eso es mierda destilada! Lo que se expresa con el alma debe tener tiempo y espacio, movimiento y pausa, estrépito y silencios. Me meo de risa ante un “HDP”, pero respeto a quien escriba “¡Hijo de un camión de putas sifilíticas!”. La bronca no se abrevia, se desata para que otro la dome, si es macho. Y se putea porque uno se banca lo que venga. No como esos gallináceos que putean desde el auto y cuando los invitás a bajarse quedan cacareando un rato hasta que desaparecen.
No hagan tampoco como esos jugadores de fútbol que tapan su boca para putear al árbitro. Tipos que en su mayoría vienen de la cantera de la humildad, donde el agravio se hace con y sin testigos, aceptando todas las consecuencias que la afronta conlleva. Esos tipos que simulan faltas a fuerza de complejas rutinas gimnásticas que incluyen volteretas y saltos mortales; que se acercan al rival mano en boca para mentar a la madre o a la hermana. Insultan con la previsión de una posible sanción. En todo caso más vale callar, que al menos es señal de entereza. Insultan con cuidado, no sea que los aperciban o que luego sean criticados por un periodista del orto. Y entonces quedan a medias tintas, puteando con miedo.
Jugadores afectados y cobardes, honren las raíces de esta tierra que supo abrigar la bravura de aquellos ranqueles que resistieron cuanto pudieron la invasión de aquel hijo de puta que fue Nicolás Levalle, a quien no le bastó con matar a los hermanos paraguayos en la infame guerra de la tripe alianza, ni ser amigo de ese otro hijo de puta que fue Roca, y tuvo que ir también a aniquilar a los habitantes originarios de esta tierra.
Entonces, al putear ni lerdos ni perezosos, sin tibiezas y hasta lo último. Con el corazón, como corresponde. Y si van a dejar un comentario en esta nota, que sea una buena puteada con todas las letras.
martes, 17 de septiembre de 2013
Eleodora y Aristóbulo - Parte III
En este punto vale la pena recordar a Casandra de Troya, quien negoció con Apolo el don de la profecía a cambio de entregar sus dones. Luego de que Apolo cumpliera su parte, Casandra negó al dios su intimidad; y éste, entonces, la escupió en la boca maldiciéndola, de tal forma que nadie nunca creería en sus profecías.
De manera similar, Aristóbulo, por obra del destino, era alguien capaz de agudísimas deducciones, pero junto con el don recibió la maldición de que sus conclusiones jamás resultaran ciertas.
La duda es si esta maldición es propia de Aristóbulo o surge por contraste, a partir de una humanidad que, a diferencia de nuestro amigo, no se preocupa en cuestionar lo que entiende, dejando todo parecer como cierto y rotundo.
Aristóbulo cree que su trastocado don es obra del dios destino. Asegura que el fallido intercambio se produjo en el baño del Club Italiano, donde recibió la agudeza con la que entendió que un agente siniestro, habiendo tomado la forma de un petiso pispeador de mingitorios, intentaba manosearlo. Aristóbulo rechazó al implacable con una patada en los tobillos. Días después volvió a toparse con el agente. Éste tomó venganza escupiéndole el saco, un lunes, en el colectivo 132 y a la altura de Tronador, provocando de esta manera la maldición de su infalible desacierto.
Mientras yo cavilo estas cuestiones y apuro el trago, Eleodora llega hasta nosotros perseguida por un insistente individuo que avanza zigzagueando, completamente beodo.
Eleodora se arrima a la barra para pedir un trago y el borracho la toma por el hombro, ensayando un murmullo que le sale en voz alta -Dale, bailemos, que te hacés, si estás regalada-
Las siete personas que escuchamos la frase quedamos asombrados, y esperando temerosos una reacción cuya onda expansiva podría llegar a borrar de la faz de la tierra todo objeto en un radio de diez metros. El moreno de la puerta y Aurelian Podolski miran entretenidos. Todos saben que si ellos intervienen no quedaría nada sólido en la persona del imbécil que molesta a nuestra amiga. Pero miran como quienes asisten a un espectáculo de acrobacias mortales, esperando con malicia ver como el acróbata se hace mierda. Conocen bien a nuestra heroína.
Eleodora sonríe, mira a Aristóbulo y le hace un leve guiño con el ojo derecho. Luego se da la vuelta, toma la mano del borracho, quien la sigue tambaleándose y juntos van hasta centro de la pista. La orquesta se detiene un segundo mientras las luces se posan en los bailarines. Aristóbulo me indica sin despegar los ojos de su prima -¡La gran Bélgica!-
Pregunto -¿Qué es “La gran Bélgica”?-
A lo que Aristóbulo pasa a explicarme:
-El embajador de los Países Bajos tiene mucho afecto por Eleodora y nos había invitado a un ágape en la embajada. Estábamos en la fiesta, lo más panchos, discutiendo sobre los problemas defensivos de Ferro, cuando se nos acercó el embajador de Bélgica-
La orquesta comienza a tocar “Tiempos viejos”. Eleodora y el borracho comienzan los primeros movimientos. Aristóbulo prosigue.
-El embajador de Bélgica, un pelado, bajito y con aliento a muerto, arrinconó a Eleodora contra una pared y la empezó a avanzar repitiendo “Dale, ¿Sabés quién soy?”. Ahí Eleodora se mandó la que llamé “La gran Bélgica”-
Eleodora y el borracho dieron apenas un par de vueltas por la pista de baile. Eleodora se detiene, se desprende del tipo y se vuelve caminando hacia la barra. El borracho intenta perseguirla pero al primer paso sus pantalones caen hasta los tobillos y tropieza, dando con la nariz en una mesa ratona sobre el borde de la pista. En seguida entran dos ursos y lo sacan, en calzoncillos, con los pantalones colgando, la cara bañada en sangre y gritando como un chancho.
Mientras Eleodora continúa caminando hacia la barra Aristóbulo termina el relato.
-El belga estaba tan ocupado en su acoso que no se había dado cuenta que Eleodora en dos segundos le había desprendido el cinturón y el botón del pantalón. Cuando Eleodora zafó por un costado, el embajador quiso seguirla pero ya estaba en calzoncillos en medio de los invitados. Entonces mi prima le dijo en voz alta mientras se alejaba “Sí, sé quién sos, un pelotudo en calzoncillos”-
Eleodora se queda en la barra bebiendo con nosotros sin referir una sola palabra sobre lo sucedido con el borracho. Habla de cualquier otra cosa con total naturalidad. Pero yo me quedo por un lado pensando cómo hizo Eleodora esa maniobra tan rápido y sin que nadie lo notara, y a la vez meditando algo que no me deja de dar vueltas en la cabeza. Entonces me decido y le comento a Aristóbulo:
-¿Te das cuenta que cuando dijiste que iba a hacer “La gran Bélgica” acertaste?-
Aristóbulo, algo pensativo, me contesta:
-Es cierto, pasa que a veces hasta las maldiciones necesitan un respiro-
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Eleodora y Aristóbulo - Parte II
Aristóbulo y yo seguimos a Eleodora hasta una puerta oscura de metal. Ella da tres golpes firmes. Se abre la mirilla y alguien desde adentro pregunta -¿Qué somos?- Eleodora responde -Tiburones- El metal cede en reconocimiento del salto y seña, y la puerta se abre. Un moreno de un poco más de dos metros se posiciona bloqueando la entrada, de manera que sus hombros se encajan a presión en ambos extremos del marco. En un acto de intimidación deliberada tensiona sus tríceps y la presión sobre el metal hace que éste ceda unos milímetros, desprendiendo además parte del revoque. Luego esgrime una mirada desafiante, iracunda, violenta, que nos empuja hacia atrás. Eleodora resiste los feroces ojos del moreno sin siquiera pestañear, aunque la hebilla que le sostiene el flequillo se parte emitiendo un crujido metálico. Los ojos del negro, inyectados en sangre, de repente se aflojan y una sonrisa se dibuja en su rostro. Eleodora entonces se le acerca y le dice -Bien. Bien. Te sale bien. La próxima te enseño la mirada que hace aflojar el vientre- El gigante sonríe, le da un abrazo que la cubre casi por completo y le dice -Pasá, Eleo, se te extraña por acá; y perdón por lo de la hebilla- Mientras entramos le hago notar a Aristóbulo que salir con Eleodora es como subir a una montaña rusa de bajo presupuesto. Me mira sin entender, mientras se hurga una oreja con el meñique derecho.
Luego de franquear la puerta, recorremos un pasillo e ingresamos a la parte más grande del local, cuyo centro alberga una pista con piso de madera donde varias parejas bailan tango al compás de un pequeño y talentoso cuarteto. Algunos bailarines visten a la moda de los años treinta, aunque en general se vislumbra una masa en la que se funde un cambalache de estilos. Eleodora nos hace una seña pidiendo que la dejemos sola. Entonces me dirijo tras Aristóbulo, que encaró sin titubear hacia la barra.
Aristóbulo y yo nos acomodamos en las banquetas del bar. El bartender nos saluda con un ademán, sin dejar de mirar a una pareja de septuagenarios que ganó el centro de la pista a fuerza de movimientos elegantes y apasionados. El hombre toma con vigor y delicadeza a la vez la cintura de la mujer, mientras dibujan figuras hipnóticas. Los pies ejecutan con precisión todas las variaciones, hasta que el reuma los obliga a sentarse un rato.
Giro la cabeza y busco curioso a Eleodora. La encuentro dirigiéndose a un reservado donde un rubio de pinta eslava la observa acercarse. El blondo viste una camisa clara, con mangas dobladas hasta los codos que dejan ver sus intimidantes antebrazos de acero cubiertos de tatuajes oscuros. Desde donde estoy creo leer un par de inscripciones en trazos negros. Uno de ellos dice “Bóg i ojczyzna” y el otro “Honor jest cisza”. Claramente polaco. Es el tipo de tatuajes que suelen llevar los grupos criminales de Europa del Este. Me preocupo. Miro a Aristóbulo, pero él parece demasiado ocupado en vigilar que no escatimen en la Hesperidina que le están sirviendo. El polaco me da mala espina, pero Aristóbulo no me presta atención y juega con el contenido del vaso, mientras se dedica a realizar un inventario de la concurrencia femenina.
Vuelvo a mirar a Eleodora y la sorprendo pasando disimuladamente un pequeño papel doblado hacia la mano del polaco ¿Qué es? ¿Cocaína? No es posible (la canción de JJ Cale resuena en mi memoria). El polaco guarda el papel en el bolsillo del pantalón y con la otra mano le pasa un billete. Luego le besa la frente ¿Y eso? ¿Qué significa? ¿Será el sello de un negocio, o acaso el clásico beso de la muerte de los bajos círculos de Varsovia?
Entre indignado y sorprendido tironeo a Aristóbulo de una manga, como si fuera un niño asustado llamando la atención de los mayores. Esta vez me mira y me dice -Sí, ya sé, está haciendo una entrega. Es una de las actividades con las que mantiene su economía-
-¿Desde cuándo Eleodora pasa coca?
Aristóbulo arranca con una carcajada estertórea que termina en ataque de tos. Cuando logra componerse me explica -El rubio se llama Aurelian Podolski y le va la poesía. Eleodora lo ayuda con correcciones. Aurelian le pidió que le corrigiera un poema que compuso para su novia y le acaba de pasar esas mismas correcciones en un papel.
-¿Por qué no pasa las correcciones por mail?
-¿Y perderse esto? Eleo dice que prefiere ver y escuchar a la gente, y leerla sólo cuando ya espicharon.
-¿Y los tatuajes?
-Me parece que son las marcas de pertenencia a un club literario de Varsovia. Pagás una cuota y te mandan todos los meses dos libros a elección de un catálogo. La condición es que te hagas los tatuajes, que vienen bonificados el primer mes. A estos clubes literarios de Europa del este muchos los consideran grupos criminales de los más peligrosos.
-Hubiera jurado que realmente era un criminal
-Las cosas no siempre son lo que parecen. Por ejemplo ¿Ves el tipo que está a mi izquierda, justo al lado? Bueno, le hace planchar la camisa a la jermu antes de salir de trampa. La mina lo sabe, y sufre, y a este hijo de puta le chupa un huevo.
-¿Cómo sabés?
-Un clásico. La diferencia de color en la piel del dedo anular izquierdo forma la marca de un anillo, que se sacó. Además tiene una marca de presión en ese mismo lugar. Eso es porque se sacó el anillo hace menos de una hora. La camisa está impecable como si la hubiera planchado un japonés con insomnio, pero el tipo tiene las uñas que parecen cortadas a cuchillo. Si así se cuida las uñas ni en pedo te plancha una camisa con tanta gana. Se la planchó otra persona. Si te fijás en la espalda tiene la parte baja hecha un bollo. Un planchado de tintorería no te deja la camisa sin terminar de planchar. Se la planchó un conocido. El orden del planchado de alguien que sabe es empezando por el cuello, después hombros, puños, mangas, pechera y por último la espalda. Alguien empezó a planchar y paró justo antes de terminar. En medio de la espalda, entre las arrugas tiene una mancha; una mezcla de un líquido algo turbio con un residuo sólido de color negro. El tono y forma es el que deja una lágrima teñida con rimel y delineador de ojos. La mancha es redonda y no hay otras salpicaduras. Cayó perpendicular y de cerca, de alguien que estaba sobre la espalda de la camisa en posición horizontal. Tiene que haber sido mientras la planchaba. Las arrugas a la derecha de la mancha tienen cinco puntos donde convergen, según el tamaño y posición, los dedos de una mano femenina en forma de garra. Eso es de una mina hinchada las pelotas. Así que juntamos todo y tenemos que la esposa planchaba; se puso a llorar sobre la camisa; después se calentó, agarró la camisa con fuerza y dejó de planchar. Porque el tipo le hace planchar la camisa antes de salir de trampa ¿Entendés? Y encima ella lo sabe, o por lo menos lo sospecha. Y sufre como una condenada por culpa de este pedazo de hijo de puta.
Pasa más de un minuto hasta que puedo articular la primera frase y no es precisamente algo brillante, sino un simple “¡A la mierda!”
Jamás había pensado que Aristóbulo podía tener tal poder de percepción y deducción. Lo siguiente que le pregunto es por qué no utiliza ese talento, a lo que responde -Por lo que te dije: no todo es lo que parece. Este tipo puede ser el hijo de puta que te canté, así de convincente como suena la historia que armé. Pero eso pasa en la tele nada más. Por ahí la mujer del tipo se acaba de ir a la mierda con su socio. En medio de la depresión salió a visitar a un amigo para distraerse un rato. Mientras esperaba la cena en lo de su amigo se arrodilló para jugar a los autitos con uno de los pibes; vino otro para mostrarle unas acuarelas de mierda y le dejó caer una gota de negro aguachento en la espalda. Cuando se levantó para darle bola, el otro no quería perder la atención y lo agarró de la camisa a la altura de la espalda, un poco fuerte y se la arrugó toda. Cuando terminó de cenar decidió salir un rato más a otro lado donde por ahí se pueda divertir, y se animó por un rato a sacarse el anillo para ver si podía encontrar un oasis así de chiquito en medio de un desierto de angustia. El Estudio en escarlata está buenísimo, pero es nada más que un entretenimiento. Y lo que realmente importa en la vida viene a ser mucho más complicado, y no te lo descifra ni Sherlok, eso te lo puedo asegurar.
sábado, 7 de septiembre de 2013
Eleodora y Aristóbulo - Parte I
Treinta minutos después camino por una calle oscura. Un falcon en llantas descansa su sueño último contra el cordón de la vereda, recordando tiempos que ya no volverán. Golpeo el número 221 y espero. Se abre la puerta y bajo la luz mortecina de un único poste de alumbrado se asoma Aristóbulo, en calzoncillos azules con motivos de veleros rojos y blancos; piernas morrudas que descienden afinándose al llegar a los tobillos; los pies cobijados por medias de toalla blancas y ojotas de goma celestes cuya tira se introduce entre pulgar e índice formando un pié de Condorito. Su musculosa blanca deja escapar una mota de pelos pectorales con características íngleas dado el grosor y ondulación; una mancha de tuco sobre la tetilla izquierda marca el lugar donde debería descansar la medalla al mal gusto. El aire escapa desde el interior de la casa y trae a mis narices una mezcla de olor a humedad y perfume Old Spice.
Aristóbulo sonríe mientras se rasca una axila con la misma mano que luego me extiende. La luz verdosa del farol se mezcla con el brillo de su canino de oro y emite un fulgor extraño que me obnubila y no me deja apreciar claramente su sonrisa.
Aristóbulo es el tipo con el peor gusto que conozco; sin embargo, comparte con su prima una voluntad inquebrantable y una lealtad que sólo puede encontrarse en la Bratva, la legendaria mafia rusa. Puedo dar fe de su valor y nobleza desde aquella vez en que Eleodora, llevada por su temperamento, se encontró en los fondos oscuros de un club nocturno rodeada por cinco furiosos proxenetas, todos ellos amenazantes y munidos de arma blanca. El aire olía a humedad, cigarrillo y tragedia. Aristóbulo, advertido del peligro que corría su prima, corrió y saltó sobre los malandras, justo en medio del tumulto, con la mala suerte de caer pisando un vaso de plástico que lo hizo resbalar e ir de nuca al piso. Se levantó tan rápido como pudo e introdujo su mano en el bolsillo del pantalón, llevando el índice hacia adelante en un intento de simular una inexistente arma de fuego. La parte trasera de su pantalón se había rasgado en la caída y esta amenaza desde el bolsillo delantero dejaba al descubierto un calzoncillo amarillo con motivos de batman. A esa altura los cinco malandras se encontraban con tal ataque de risa, que Aristóbulo tuvo el tiempo suficiente de tomar a su prima de un brazo y sacarla de allí. Llevarse a Eleodora no le fue fácil, ya que ella se tomaba el estómago con ambas manos y también se encontraba paralizada por la risa.
Permanezco parado frente al 221, miro a Aristóbulo aún con la mano extendida. En lugar de la mano que acaba de rascar una axila, veo la calidez de un valiente que me otorga su confianza y estrecho esa diestra con fuerza.
Eleodora espera en el comedor, emperifollada y dibujando el perfil de Sigmund Freud con migas de pan sobre el mantel de hule, mientras entona con una voz de contralto la canción “Cocaine”, de JJ Cale. Se interrumpe, me mira y me dice -Por fin ¿Te arreglaste, linda?- Después se dirige a Aristóbulo y le dice -Ponete algo y salgamos de una vez, que nos esperan-
Destino, San Telmo. Con no poco esfuerzo convenzo a Eleodora, primero de tomar un taxi, y luego de que no tome el volante ante la torpeza del taxista, al que trata de “Invertebrado acéfalo con impericia crónica y gran maestre pajero”.
Llegamos. Baja primero Aristóbulo inflando el pecho bajo una camisa púrpura de cuello ancho, adornada con una cadena de eslabones gruesos y dorados descansando sobre el pecho; bigotes a lo pancho Villa; calva prominente coronada por un pelo negro, fino y largo y lentes a dos tonos, grandes. Luego baja Eleodora, que recomienda al taxista manejar un mateo por Palermo si tiene ganas de pasear a la gente; y por último yo, mientras ella cierra el saludo al chofer con un “pelotudo”.
lunes, 19 de agosto de 2013
Eleodora y Charlie (Parte III)
Luego de cuatro horas de dura marcha por el bosque con Hipólito a cuestas, Eleodora se sentía exhausta. Luchaba con la espesa vegetación, los implacables insectos y los avisos de “se ganó un 0 Km” que le llegaban al celular cada veinte minutos. Se vio tentada de arrojar el aparato al cauce de uno de los pequeños arroyos que cruzaban su paso, pero el prurito de la contaminación la detuvo. Recordó al pelado de Greenpeace, arrojando las pilas de una grabadora a un cesto de basura corriente, y la manera en que inmediatamente ella vació el contenido de su Martini sobre la lustrosa calva del inconsecuente funcionario.
Eleodora se abría paso por un espeso cañaveral y cuando ya comenzaba a desfallecer por la sed y el hambre, el camino se abrió y se encontró con un joven Clint Eastwood que le daba la bienvenida a una de las comunidades Wichis. Con gran fastidio tuvo que admitir que el actor era parte de una alucinación debido al esfuerzo, al igual que el pirata Jack Sparrow que la saludaba desde un carro de una montaña rusa. Entonces aprovechó e incluyó en su alucinación a un pelotón de prusianos destrozando a sablazos a Ronald McDonalds, y sonrió.
Al ingresar a la pequeña aldea Hipólito había recuperado brevemente la conciencia. Un grupo de hombres se acercó para auxiliarlos; y entonces el guía utilizó la poca fuerza que le quedaba para modular en un precario mataco “Herida de bala”, mientras se señalaba la entrepierna.
Lamentablemente, “Herida de bala” y “Ataque sexual” en mataco se dicen exactamente de la misma manera.
Los wichis escucharon estas palabras; cruzaron entre ellos algunas miradas de pánico; luego observaron la figura de Eleodora que cargaba a un Hipólito con la ingle sangrando, y huyeron a los gritos por el bosque.
Afortunadamente en la aldea quedaron mujeres y niños, que les brindaron hospitalidad; también un sanador que, luego de higienizar sus manos utilizando una mezcla de estiércol de cabra y orín de zorro, se dispuso a atender sin demora a un Hipólito que comenzaba a vomitar, más por el asco que por sus heridas.
La suerte fue doble cuando Eleodora se percató de que dos fornidos guerreros wichis también habían permanecido en la aldea; y que lejos de espantarse, estaban esperando la oportunidad de ofrecer su hospitalidad a la prometedora visitante. Aunque no conocía el idioma mataco, lo dedujo por la mirada lasciva de estos titanes cobrizos que, sin disimulo, escupían y frotaban sus manos. Entonces, mientras el sanador se ocupaba de Hipólito, Eleodora recibió con gusto la cálida acogida que le ofrendaron los intrépidos guerreros.
Al salir de la tienda (o, como bien dijo Eleodora, luego de ser atendida) se encontró con que el sanador ya había realizado una curación muy efectiva sobre las heridas de Hipólito. El guía agradeció efusivamente a Eleodora no sólo el haberle salvado la vida; sino porque además, el chicle de menthol le había aliviado por completo una hemorroide muy molesta.
Hipólito quedó varios días bajo el cuidado de los wichis, mientras Eleodora proseguía su viaje hacia Formosa, Asunción del Paraguay, la triple frontera y luego al Brasil, donde pensó que había dejado muy atrás a los perseverantes chinos.
Eleodora paseaba por Sao Francisco Xavier creyéndose a salvo. Al salir de un bar un poco mareada y festejando su victoria contra quince hacheros en una competencia de beber cachaça, se encontró inesperadamente con la china y sus dos guardaespaldas. Miró hacia ambos lados de la calle. Un arbusto rodante cruzó la desierta avenida de tierra seca. A lo lejos vió pasar a Clint Eastwood, llevándose una mano al sombrero y saludándola con un ademán que indicaba que todo iba a estar bien. O quizás se trataba de una mulata que se dirigía al mercado, pero en momentos así a Eleodora le encantaba imaginar escenas y personajes.
Eleodora se percató de que no tenía más alternativa que enfrentar la situación de una vez por todas. Uno de los gigantes amarillos metió la diestra en el bolsillo interior de su americana. Inmediatamente Eleodora, previendo el desenlace, decidió realizar su última jugada. Levantó su mano como pidiendo un alto y sacó de su bolso de tela los dos pedazos del Carlos Luna de terracota. Desde el primer momento supo que era eso lo que buscaban estos mafiosos, aunque no sabía por qué. Lo que los chinos tampoco sabían, era que Eleodora había ocultado en la otra mano una piedra redonda y maciza. Entonces nuestra heroína en una fracción de segundo calculó un tiro certero en la frente del oriental armado; proyectó en su mente una patada en los testículos del segundo y un cortito a lo Karadagian para la vieja que, si bien no representaba una amenaza, la tenía harta. Luego transcurrieron dos segundos que pasaron en cámara lenta. Cuando el chino sacó su mano del bolsillo Eleodora apretó con fuerza la piedra y, justo cuando se preparaba a arrojarla, vió con sorpresa que el chino le ofrecía un pote de pegamento instantáneo. Eleodora se detuvo desconcertada.
La anciana tomó las dos piezas de la mano de Eleodora; sacó de su cartera el tercer y diminuto trozo del Carlos Luna; tomó el pegamento de la mano del gigante y se dispuso a unirlas con esmero. Las giraba una y otra vez buscando el calce perfecto. Cuando pudo armar las piezas a su gusto le entregó a Eleodora un muñeco completo; y con una sonrisa de dientes que parecían haber ido desertando a lo largo de los años, dijo en un imperfecto castellano “lo que es justo, es justo”.
Eleodora entonces entendió que el honor, la perseverancia y la templanza de los chinos está más allá de la comprensión de cualquier occidental.
domingo, 18 de agosto de 2013
¿Cómo se hace para cambiar a la gente?
Las publicaciones se comparten. Se difunden como una manera de expresar un deseo, una nostalgia. Se comparten para que la preocupación, el dolor y hasta la angustia no queden en un rincón de la casa. Se comparten para padecer acompañados, que muchas veces es una mejor forma de padecer. Se comparten para que la esperanza individual encuentre otros hombros sobre los cuales se aliviane la carga que produce el constante choque con la realidad.
Se comparten para gritar un poco y desprender como lastre algo de toda esa ira; para escupir un poco de esa bilis que provoca un dolor amargo en la boca del genio.
No está mal. El alivio a veces cambia el clima que presenta la realidad. Y cambiar un poco la forma en que vemos el mundo también es una manera de modificarlo, aunque mucho menos pretenciosa.
La gente no cambia, no se la puede cambiar. La esencia es justamente eso: lo que nos hace ser quién somos. Lo mejor que podemos hacer es nada más ni nada menos que madurar, un poco quizás.
Un napolitano que pasó por Londres, Córdoba y Buenos Aires, donde luego murió de cirrosis, decía: “La tecnología avanza, el hombre no. El hombre siempre es el mismo”. Terminaba la frase y reía. Pienso igual. Somos los mismos que alguna vez corríamos tras algunos pequeños animales con un garrote en la mano; sólo que ahora podemos perseguir nuestros objetivos desde complejos monumentos de metal flotando en el espacio ¿Qué cambió? La expectativa de vida individual (tanto más larga como más inútil); y la expectativa de vida de nuestra especie (tanto más corta que asusta). El hombre no avanza; y no es mejor ni peor que cuando corría en bolas por los bosques y llanuras. Es el mismo, pero con mayor poder de destrucción.
Sin embargo el individuo, sólo o en cantidades, es capaz de frenar su marcha cargada de desidia cuando el peligro toca a su puerta, y no antes.
El hombre es un animal intrigante. Si bien los individuos no cambian en esencia, también es cierto que son capaces de acciones asombrosas, y son capaces de torcer el rumbo de sus vidas cuando son golpeados con la suficiente fuerza.
Alguien preocupado por el futuro, planeando y proyectando constantemente cada uno de sus pasos ¿Cómo es posible que abandone sus proyectos y comience a vivir el presente? ¿Cómo hace para realizar, efectivamente, esto de vivir cada día como si fuera el último? Jamás lo hará por haber leído un libro maravilloso, por haber escuchado a un orador magnífico o luego de una película que lo haya emocionado hasta las lágrimas. No sucede así. El tipo cambia cuando se encuentra cara a cara con su finitud, tan de cerca, que es capaz de leer en las pupilas de la muerte la determinación implacable de lo que le espera. El tipo es capaz de torcer su vida cuando lo pierde todo, cuando ya no le queda nada más por perder, cuando experimenta la libertad de no tener nada.
Una persona puede cambiar, pero al precio más alto y luego de haber transitado un camino tan tortuoso que lo haga desprenderse de sí mismo, de su historia, de sus creencias; puede cambiar luego de haberse desvanecido el suelo y de haber caído en picada libre sobre la desesperación o el desasosiego. No es nada deseable y por eso la historia debe armarse al revés. No podemos desear una desgracia que nos lleve a una forma más elevada. Sin embargo, una vez caído bien profundo en los abismos del mismo infierno, al menos queda la oportunidad de volver a levantarse con otro nombre, con otro rostro, con un alma distinta.
martes, 13 de agosto de 2013
Eleodora y Charlie (Parte II)
Eleodora llegó al parque provincial “Loro hablador” a primera hora de la mañana de un lunes caluroso y sofocante. Los lugareños le habían advertido que intentar atravesar el Impenetrable sin un guía era una tarea suicida. Esto no la preocupaba, pero le inquietaba el hecho de no contar con un testigo en caso de que tuviera que cobrarse la vida de algún animal peligroso. Desde que le vaciara un Martini completo en la cabeza al secretario general de Greenpeace, Eleodora tomaba estas precauciones. Sabía de los juicios millonarios que podía sufrir quien atentara contra el equilibrio ecológico o contra el pelado de Greenpeace. Por esta razón contrató a don Hipólito Cunetero, un guía experto y hombre muy respetado por su comunidad debido a su valentía y honradez.
Eleodora había escuchado que los guías del Impenetrable invierten gran parte de su dinero en zapatos y papel higiénico, objetos absolutamente necesarios para la supervivencia en las rigurosas condiciones del gran bosque chaqueño. Luego de la aventura que Hipólito emprendió con Eleodora, la economía del explorador mejoró notablemente al extender la vida útil de sus zapatos.
Esa mañana una gran cantidad de carpinteros negros y charatas volaban espantados por las figuras de Eleodora e Hipólito emergiendo por entre quebrachos y algarrobos, o avanzando agazapados entre la maleza. Cuando lo creía seguro, Hipólito se ponía de pié y avanzaba revoleando un viejo pero afiladísimo machete con el cual se abría paso por la espesa vegetación, al tiempo que rebanaba los feroces mosquitos que se avalanzaban sobre ellos. Eleodora notó que estos insectos emitían dos zumbidos simultáneos, y se lo hizo notar a Hipólito, quien le explicó que allí los mosquitos estaban tan hambrientos que emitían dos sonidos: el característico de sus alas, y el ruido de sus pequeños e insatisfechos estómagos.
Al llegar a un claro Hipólito se detuvo expectante, se agachó y ordenó silencio cruzando sus labios con el dedo índice derecho, seña internacional del “chito”. Observó en derredor, luego tomó uno de sus zapatos y lo arrojó unos quince metros hacia el claro. Se escuchó una fuerte explosión que los hizo cerrar los ojos, y donde debía estar el zapato notaron una gran nube de polvo y terrones que caían como lluvia -¡Minas antipersonales!- exclamó Hipólito.
Después de unos minutos de estática observación Hipólito rompió el silencio y explicó a Eleodora que el ingenioso truco de usar los zapatos para detectar estas trampas se utilizaba en aquel bosque desde que un turista les permitiera ver en su computadora una película llamada “El cubo”, donde uno de los personajes utilizaba el mismo sistema para encontrar las trampas del macabro laberinto. Cuando Eleodora le preguntó por qué no utilizaban piedras o puñados de tierra húmeda y preservaba los zapatos, el guía le respondió con una mirada primero pensativa y luego algo torva.
Cuando comenzaron a cruzar el claro donde había explotado la mina, Eleodora vislumbró una sombra que se movía entre la maleza, observó con más atención y pudo distinguir a un hombre pequeño, de ojos rasgados, ataviado con ropa camuflada y portando lo que parecía un AK-47 Kalashikov. Antes de que el hombrecillo tuviera tiempo de levantar su arma, Eleodora tomó por los cordones el segundo zapato de Hipólito y lo revoleó con fuerza hacia la cara del oriental dándole un fuerte golpe sobre el maxilar superior, desprendiéndole dos incisivos. El hombre quedó aturdido unos segundos y luego se dio a la fuga.
-¿Quién era ese?- Preguntó Eleodora.
A lo que Hipólito respondió temblando -Charlie-
-¿Charlie?
-Victor Charlie
-¿Victor Charlie? ¿Un soldado del vietcong acá? ¡Es imposible! Se sabe que muchos se perdieron en sus propios túneles emergiendo años más tarde en Tailandia y China; pero es imposible que hayan llegado hasta el Chaco.
- No, no. Se llama Víctor Carlos Ubeda; detesta su primer nombre y se hace llamar Charlie. Es un campesino tucumano que vino al Chaco para trabajar en la zafra. Luego se hizo fundamentalista de la ecología y no deja que nadie ingrese al parque nacional. Planta minas antipersonales y dispara a cualquiera que ingrese. Está bancado por la Makonia Vierski, un grupo ecologista ruso que defiende los bosques de la tala indiscriminada y se financia con prostitución infantil y explotación de mano de obra latina mediante la venta de ropa interior de mala calidad.
-No. Con los pibes no. Dejá que vuelva a ver a ese Charlie. Le induzco un coma trompatológico y lo dejo como un helecho.
Eleodora e Hipólito continuaron el viaje a través de arboledas, pastizales y esteros; atravesaron cañadas, pantanos y un videoclub abandonado por culpa del advenimiento de internet.
Por la tarde tuvieron un segundo encuentro con Charlie, quien los emboscó arrojándose desde lo alto de un sauce. El tucumano los miraba fijo mientras les apuntaba con su AK-47 alternadamente. Pero Victor Carlos Ubeda no había advertido que detrás suyo se encontraba un yaguareté que lo observaba relamiéndose. En el instante en que el tucumano se disponía a disparar, el felino se avalanzó sobre él. Charlie fue mordido y rasguñado sin oponer resistencia alguna. Pero justo antes de que el yaguareté se lo llevara arrastrando por uno de los tobillos, alcanzó a tomar el fusil y disparó a Hipólito en la ingle, quien rápidamente cayó al piso tomándose la zona genital y aullando como un desquiciado.
El ecologista no se había defendido del felino porque el yaguareté se encuentra en peligro de extinción. Si lo hubiera dañado, aún en defensa propia, el destino que le esperaba en manos de la Makonia Vierski era mucho peor que el ser devorado por aquel animal.
Eleodora se ocupó inmediatamente de Hipólito. Con mucho esfuerzo comprobó que la herida en la ingle tenía orificio de salida por detrás. El esfuerzo se debió tanto al pudor de Hipólito, quien no quería dejarse quitar los pantalones, como luego por la confusión que provocaba entre tanta sangre saber cuál era el orificio de la bala y cual el ano de aquel hombre.
Eleodora decidió no correr riesgos y tapó con chicle todos los orificios que encontró. Así detuvo provisoriamente la hemorragia, a riesgo de producir una obstrucción intestinal. Luego cargó al guía casi desmayado en su espalda y emprendió una marcha adentrándose aún más en la espesura del bosque, esperando encontrar pronto la ayuda de los Wichis.
Acostumbrada a cargar cincuenta kilos de cemento portland en las noches de insomnio, por la avenida Rivadavia, poco le costó a Eleodora llevar a aquel pequeño hombre en su espalda a través del cada vez más oscuro Impenetrable.
jueves, 8 de agosto de 2013
Eleodora y Charlie (parte I)
Cuando le pregunté si podía escribir sus anécdotas permaneció en silencio por un instante, con la mirada hacia el suelo. Sus ojos apenas se movían como siguiendo alguna idea que flotaba sobre los mosaicos de la cocina. Luego levantó la vista, fijó sus ojos en mí y dijo -¡Tenés que pasarle un trapo a ese piso, hijo de puta!-
Volví a la carga con la idea de plasmar sus historias y dudó un poco. No fue hasta que le comenté que había varias personas siguiendo sus historias, que se asombró y luego me dio el visto bueno.
Eleodora y Charlie - Parte I - Huída de la mafia china
Todo comenzó en el barrio chino de Belgrano. Eleodora paseaba recorriendo los diminutos locales, repletos de extrañas chucherías en rojo y oro. Visitando uno de aquellos locales, se detuvo frente a una estatuilla pequeña, de terracota, que se parecía asombrosamente a Carlos “el chino” Luna, quien actualmente se encuentra convirtiendo para el equipo canalla. Pensó que sería un buen regalo para El Tolo, un amigo fanático de Tigre, equipo donde Luna se destacara como formidable artillero. La tomó entre sus dedos pero la pequeña estatuilla resbaló y cayó al piso partiéndose en tres pedazos. Lo mismo que demora un rayo de sol en atravesar la cima del Changtse y caer sobre el glaciar de Rongbuk, fue lo que tardó una anciana oriental en emerger detrás de un mostrador al grito de “rompe paga, rompe paga”. Dos corpulentos chinos, alarmados por la mujer, cerraron el paso en la puerta. Eleodora miró fijamente a la vieja y con un tono condescendiente le dijo -nuestras culturas no son tan distantes después de todo; en mi barrio, por las tardes de fútbol, podía escucharse a los niños gritar “rompe, pincha, cuelga, paga”, y en eso me fue siempre el honor- Entonces tomó dos de los pedazos más grandes del muñeco de terracota, aquellos que habían quedado a sus pies, pagó lo justo a la anciana y se dispuso a salir del local. Al llegar a la puerta, donde aún los guardias bloqueaban la salida, Eleodora les clavó una mirada torva que les hizo aflojar el estómago; entonces le abrieron paso y se retiró.
Apenas se había alejado del local unos cincuenta metros cuando percibió a sus espaldas algunos gritos en cantonés. Al girar sobre sus talones vió a los dos guardias y a la anciana gritando y corriendo hacia ella. No comprendía lo que sucedía ni lo que decían. De los chinos y japoneses sabía que eran expertos en inflingir dolor y en realizar figuras con papel, y la imagen de un ganso realizado con dobleces sobre una hoja le resultó insoportable.
Dudó entre hacerles frente, emprender un enfrentamiento a piedrazos o intentar salir de allí. Decidió seguir el consejo de su padre quien, el día que la llevó a un encuentro entre Ferro y Vélez, le dijera: “Cualquier cosa, primero corré y después preguntá”. Eleodora nunca olvidaría esa enseñanza, ya que ese día al estallar una gresca entre ambas hinchadas, su padre primero corrió y luego preguntó por su hija. Ese día el resultado fue de quince hinchas de Vélez heridos; once apaleados por la hinchada de Ferro y cuatro golpeados por una niña.
Eledora comenzó una fuga que extrañamente se prolongaría durante varios días, sin lograr dilucidar la causa de tal persecución. Al agotar los rincones de Buenos Aires decidió viajar unos días a Entre Ríos, aprovechando para ver por vez primera el carnaval de Gualeguaychú.
La primera noche en la festiva ciudad entrerriana se acercó al corsódromo para ver pasar las comparsas. Llegó cuando comenzaba a desfilar “Marí Marí”. Los primeros minutos disfrutó enormemente admirando la musculatura de los integrantes de la comisión de frente. Fornidos morenos de brazos hinchados y un abdomen bien formado donde se podría tranquilamente lavar ropa. Pero después de poco más de media hora de escuchar la misma música y ver tipos emplumados hasta el ojete; ya completamente harta y un poco bebida, tomó una botella de vodka que aún le quedaba casi llena, le introdujo por el pico un pañuelo que llevaba en su bolsillo y se disponía a cortarle el paso a la tercera carroza enfrentándola con la improvisada bomba molotov. Se acercó a la valla con intención de saltarla y ganar la pista, cuando de repente vio emerger en lo alto de las gradas una sombra conformada por tres figuras. Eran la china junto a sus dos guardias. Sorprendida, dejó de lado su idea de incendiar la carroza y huyó por una calle oscura. Esa misma noche decidió trasladarse a Santa Fe y luego al Chaco. Finalmente pensó que era más seguro escabullirse a través del Impenetrable chaqueño.